FOTO PROPIA |
Viajar siempre es una búsqueda, una
incógnita; la expectativa de lo desconocido,
la curiosidad por lo soñado. Viajar
al lugar donde se nace tiene más de indagación interior, del intento quimérico
por recobrar las primeras luces que la retina captó. Me acompañaba la
sensación, ciertamente absurda, de que volvía a por alguna cosa olvidada, algo inmaterial,
insostenible, quizás un recuerdo afianzado en un hipotético sexto sentido. Por
ínfima que fuese, intenté escarbar en la
memoria, hacerme con un hilo del que tirar a través de los recuerdos de otros. Caminar
por las calles que mis padres y abuelos pisaron, andar sobre las piedras de la
zona antigua, y subirme a los pasos que ellos anduvieron: eso hice. Al pasar
por las casas que habían pertenecido a familiares, especialmente la de mis
padres, conjeturé sobre las múltiples capas de pintura de sus fachadas. Quietas,
casi intactas, piel de cebolla y lágrima, o antojo de respirar el gas azufre de
la hortaliza. Llegué a la casa donde nací; vieja, alicatada en su parte
inferior por distintos azulejos, y pintada de un blanco rancio, veterano de sol
y sombra. La miré desde varios ángulos. Las zonas que algún día fueron blancas de
cal se abrían en oquedades, dejando al descubierto la
angustia de la decrepitud. Heridas sin guerra y quebrantos que la vida infringe
al olvido, entre el desinterés o el infortunio familiar de sus hoy propietarios.
Por un momento la imaginé nueva, recién pintada, y con el brillo de la luz
solar sobre su estructura joven. Frente a la puerta, de un color marrón casi amarillento,
me pareció oír pasos sin embargo de fantasma. Escuché una gota y otra gota repitiéndose
en un depósito vacío, hasta que el rumor de los olivos que bajaba por la cuesta
distrajeron mi atención. Dividida en dos hojas estrechas y con una simple
cerradura, accionar la bocallave para abrirla de par en par hubiera sido un
viaje al pasado, o eso quise imaginar. La madera, que algún día fue noble, a duras
penas conservaba sus relieves decorativos. El adorno esculpido, cubierto de
polvo y grietas, delataba que nadie veló por sus cuidados desde hacía muchos
años. Excesiva espera y demasiados resquicios de abandono. La falta de gran
parte del travesaño inferior dejaba claro que, en días de lluvia el agua entraba al interior de la casa sin dificultad alguna. Y como muestra, en la unión de
ella con el marco, allí donde la humedad encontraba cobijo, florecía un humilde
trébol ajeno a la suerte o a la desdicha. El único testigo de mi ronda por la
esquina de una humilde casa de pueblo, fue un gato que me observaba a cierta
distancia. En ocasiones, mi madre me habló sobre un gato naranja llamado Reverte. Ella lloró muchísimo cuando lo encontraron muerto en la casa. Aquel que agudizaba sus sentidos en la subida de la calle era del mismo
pelaje y, dicha coincidencia me llamó la atención. No sé si con siete vidas, se
convirtió en el personaje redondo de una leyenda que él, mejor que nadie
conocería: la leyenda de la casa donde nací. Sin timbre, ni tan siquiera
picaporte para llamar, golpeé la puerta varias
veces con la palma de la mano. —El felino desapareció ante el leve estruendo—. Reconozco
que hubiera deseado que me recibiese una mujer morena, nerviosa y alegre,
porque su hija estaba de parto. Pero no era el año 1962, ni tampoco veinticuatro
de julio, aunque aseguro que me oí llorar y que una algarabía asomó por las
ventanas tan tristes.
Amanda Gamero
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