OTRO JUICIO EN NUREMBERG


 
FOTOS PROPIAS
   El nombre de esa ciudad ya no es consigna alguna desde hace unas semanas, ni en mi portátil ni en mi memoria. Solo conservo imágenes de puentes, monumentos, iglesias y mercados sin latidos, sin ni siquiera una foto juntos. De pronto, un viaje a dos aviones de distancia fue igual a estar más lejos el uno del otro. Ni un impulso romántico en medio de la majestuosidad del castillo de Kaiserburg, en lo alto del Alstadt. Parecía todo irreal, desde los tejados anaranjados, bermellones que se apostaban desde las murallas hasta su actitud tan fría e inerte como las piedras en las que me dejé sollozar.

   Ni una Navidad incipiente o un cumpleaños al caer, fue causa justificada para su ausencia. No hubo ningún beso a escondidas en las puertas de un castillo, ni una mirada reveladora en el calor de una cena, ni siquiera abrazos de compasión. No hubo contacto alguno entre nuestras manos de paseo, y yo, solo podía romperme al ver las manos entretejidas de amantes que se nos cruzaban en aquellas mágicas calles. Se distinguía cálido y risueño el Christkindlesmarkt, en una gigantesca extensión, se enfrentaban las ilusiones de la Navidad con sus toldos rojos y blancos y la incomprensión hacia el extraño que me acompañaba. Hasta aprendí en dos días a llorar hacia dentro: cuando las lágrimas asomaban a las ventanas, eran canalizadas hasta un desagüe que desconocía, para drenar la tristeza en silencio, por no rociar las mejillas en escarcha. Eran más fríos sus ojos, su talante, sus desaires, que la noche de una ciudad de Alemania en pleno diciembre. Se me pasó entrar penitente a la imponente catedral Frauenkirche, desde las tripas encendí una vela rogando porque él prendiera una llama de candidez en su trato por mí. Cuando le pude detentar en mi pecho por unos minutos, confirmé que no era deseo hacia mi piel, cumplió un mero trámite, mi cintura no fue acariciada, más bien compulsada. Tal como el apetito le apremió, como el que come por hambre, no por placer. Pocas palabras, un par de vagas confesiones casi por imposición, ninguna ojeada de autor a su musa como me tenía acostumbrada.  

   En un ataque de desespero apareció un puente ante nosotros, uno de varios que atraviesan la ciudad. Comunicaba la zona norte con la zona sur del casco antiguo, un sencillo puente de tres arcadas sobre el río Pegnitz. Caminé por el Max Brücke, flotando sobre la historia y de alguna forma conectando con aquellos que antes que yo pisaron esas piedras, por si ello pudiera exonerarme de alguna culpa de la que no era consciente en su ofensa callada. No fue relleno cada palabra, ni licencia literaria la que pronuncié, la que escribí sobre él, en aquellos instantes así sentí. Me retuve, me contuve aún incrédula de su ímpetu, pero, al ir acompañado de pruebas fehacientes, me dejé caer, culpable de ilusión. 

   La casa del artista Durero aún perdura en el centro de la ciudad, las bombas no pudieron derribarla. Como su indiferencia, incomprensiblemente yo seguía latiendo frente a sus balas de rabia y veneno. 
   

   Ni siquiera en Weißgerbergasse, la calle más bonita, tuvo una punzada de sensibilidad para mirarme y tomarme de la mano. Una amplia variedad de casas, en otro tiempo de familias clase media y alta, nos miraban desde sus ventanas, y aún me pareció oír llorar alguna cortina que atisbaba rota de dolor, distinguiendo la frialdad de él. Me sonó a ironía cuando al leer la pequeña leyenda de la calle, descubrir que era una calle de curtidores en talleres tradicionales… y yo no hacía más que dejarme la piel en el vacío que dejaba él a mi lado.
   Mi sentencia llegó en el avión de vuelta. Cobarde, dos días más tarde, desertó por mensaje y concediéndome un exceso final de cuatro minutos al teléfono, confesó que quiso dejarme ya en el aeropuerto. No iba yo tan errada cuando, al pasar por la aduana, quise declarar a la policía que el hombre que me acompañaba no llevaba un alma encima.

Mónica López




ME QUEDAS TÚ, NUEVA YORK



Nueva York se viste
con ojos de fuego.
Se plasma en mi piel
como un viejo pergamino,
tatuaje radiante
de estrellas vaporosas.

Nueva York se despierta
eterna, cada mañana,
con la fuerza del rayo,
golpeando salvaje el sueño
de miles de turistas.
Se prepara el desayuno
en la fragua de las calles,
hervideros de pizzas,
hamburguesas y Hot-dogs.
Olores agonizantes se agitan
con violencia por las rejillas
de los metros y se quedan.
El aire viciado camina
penetrante, sin permiso,
por mi cabeza atormentada.

Soy un anuncio eléctrico
del mágico Broadway.
Estoy pegada, sin saberlo,
al sol artificial de la mañana.
Después me desenredo
de los cables que me atan.
Tengo el cuerpo malherido.
Estoy atravesada de fulgor.
Yo ya no soy yo, sino una huella
latente de vida nueva,
un rostro perdido
en la inmensidad del asfalto.

Sombra y muerte constante.
Luz nueva y vida.
Soledad y compañía
en una ciudad dominada
por las pasiones, los vicios
y la locura del Yuppie.

Nueva York es la gran fiesta.
Juega inacabada
barriendo avenidas enteras
de coches de lujo
y taxis hambrientos.

El aire vibra descomunal
azotando esquinas de hierro.
Acaricia las farolas,
antorchas diamantinas,
y penetra con esmero,
a través de edificios colosales.

La vista se me pierde.
Se adelgaza y se estira.
Se empapa de colores
hasta la saciedad enervada,
chorreando matices
y encendiendo antorchas.

Mi aliento se retiene
a cada instante, oscuro.
Te respiro imparable
con los pulmones encharcados
de humo y cenizas.
Casi me asombro de vivirte,
de tenerte entre mis brazos,
escurridiza siempre,
inacabable, imperfecta.

Nueva York es una sorpresa
de música y cine.
Escenarios de colores.
Brillo de estrellas
cantando y bailando
a ritmo de jazz y blues.
La ronca voz de un negro
tiembla en la garganta
y se agita entre mis venas.
¿Es llanto, es pena o gozo
salvaje de un alma rota?
Y desde ese bar maltrecho
te añoro, ¡tan lejos!

El humo colgado de blanco
se hunde en mi noche,
En sigilo y muy despacio.
me rompe en pedazos.
¡No puedo olvidarte!
Quiero perderme
en las aceras de esta extraña
ciudad que me persigue;
pero tu sombra me rodea.
Tu recuerdo palpable
en Central Park me adivina
que no estoy sola.
Me gustaría coger esa nube
de la bella “Promenade”
y regalártela mañana.
O llevarme la luna
del puente de Brooklyn
y pegarla a tu cuerpo.

Y no estás aquí, ni nunca.
Sólo eres un sueño
que se va muriendo
entre estaciones de metro,
atrapando semáforos
y letreros incandescentes.

Pero me quedas tú,
Nueva York,
locura de mis sentidos.
Por unos días me perteneces.
Te llevaré conmigo
y adivinaré tu alma peregrina.
Me embriagaré con tus luces.
Tus largas manos
me envolverán en silencio,
y volveré a la vida.

(Poema inédito escrito un tiempo después de viajar a Nueva York)


Micaela Serrano Quesada





SEGOVIA Y MACHADO, AMOR CORRESPONDIDO


Viajé a Segovia el pasado mes de septiembre de 2018. El verano recién descabezado se agitaba como la cola de un lagarto rabioso que no se resigna a morir. Pero los pies del viajero se acomodan al frío y al calor, a las masas de turistas y a todos los pequeños o grandes inconvenientes que conlleva viajar. Los pasos se dirigen firmes a aquellos lugares que prenderán en la memoria con sus señuelos brillantes, que permitirán evocar después aquellas mañanas azules o las tardes que recorren un camino serpenteante con la pequeña ermita en lo alto de una loma. 
Hay viajes abonados por el  mantillo del conocimiento (guías, mapas, lecturas, oficinas de información, opiniones de otros viajeros…), y hay viajes bendecidos por la sorpresa. Ambas formas se mezclan en ocasiones, y entonces la vivencia es redonda.
Mi última visita a Segovia transcurría por los cauces  de lo conocido, revisitado, admirado. Su impresionante catedral - cuya visita se cobra, como viene sucediendo en todas las demás ciudades en un polémico tributo en el que no voy a detenerme aquí- sus cuestas y sus calles adoquinadas, la Plaza Mayor, su Alcázar cuyo mayor atractivo reside- a mi entender- en los alrededores, con paisajes que prenden en la mirada de todo aquel que se toma su tiempo en recrearse con la Naturaleza y las construcciones del hombre. Vale la pena conversar con su gente/nuestra gente, sobria, ocurrente, arisca en ocasiones, amable en general, como en todas partes. Vale la pena ir más allá de la piedra y su impresionante arquitectura en forma de acueducto.

Visitar alguna de sus modestas y románicas iglesias, que brillan como pequeñas joyas abandonadas por sus dueños. El reclamo de su cocina, exquisita para los carnívoros, un sacrilegio para los veganos. 

Pero lo que hizo especial este viaje fue la visita a la casa/pensión de Machado, situada a pocos metros de la Plaza Mayor. Aunque no era la primera vez que la visitaba, en esta ocasión me sorprendió una representación teatral en el patio, un teatrillo al aire libre que tenía como objetivo dar a conocer la etapa del Machado maestro en Segovia, que duró dos años. La narración mesurada, tierna y con sentido del humor, corría a cargo de una actriz cuya voz recordaba a la de Concha Velasco. Explicaba en ella la etapa machadiana de frío mesetario, frío del de entonces apenas aliviado por una estufa o un brasero, del Machado que vivió como un relámpago iluminando esa oscuridad y ese anquilosamiento patrios. Se intercalaba su relato con poemas cantados a la guitarra por una joven. Y el atrezzo lo componían los objetos que tuvieron una especial relevancia en la vida del poeta sevillano: una maleta, un sombrero, un abrigo, un mapa de España...sus viajes, sus amores, la aclimatación de su alma andaluza al paisaje y al talante castellano, su lealtad con las clases desfavorecidas, su lúcida contemplación del panorama político y social de la época, su exilio y su muerte. Todo resumido en unos poemas que se han convertido en himnos. Eficaces y sobrios, rimados y anchurosos, como los campos de su/nuestra Castilla. Decir que me emocionó el acto es poco. 

Hubo un momento, además, en el que caían las hojas secas de un árbol guardián de aquel lugar en el que imagino al poeta con su cuaderno y su lápiz sentado en una silla de enea pensando en aquella España de nuestras entretelas. Contemplar el vuelo de estas hojas por el impulso de un aire que se abría ya al otoño de la savia, y ver su caída sobre el público de las primeras filas fue algo muy especial. Mientras la voz de la cantante desgranaba las notas de los poemas y las cuerdas de la guitarra, aquellas hojas exiliadas de sus ramas daban un brinco en el aire antes de ser pisoteadas o con suerte, recogidas por una mano romántica que las guardaría en un libro como el trébol de cuatro hojas que todos alguna vez recogimos, queriendo invocar a la suerte con nuestro talismán cada vez más afilado.

Maribel Montero



FOTOS PROPIAS










Frigiliana y otros embrujos andaluces





Llevaba tiempo sin viajar a Andalucía. No por falta de ganas, sino por temas laborales y asuntos personales. El pasado mes de septiembre, al fin, después de una larga espera, pude disfrutar de unas merecidas vacaciones, pensadas por mí y para mí, hechas a mi medida, gusto y antojo. Decidí dividirlas en dos etapas: Una de reposo y relax; y otra de turismo y diversión.

Primera parada: Frigiliana.

No imagino un lugar mejor para descansar, meditar, recuperar la paz, el sosiego y, en definitiva, reconciliarse con una misma y con el mundo.




En términos geográficos, Frigiliana es un municipio andaluz que se encuentra en la comarca de la Axarquía, situado entre la Sierra de Almijara y el mar Mediterráneo, en la provincia de Málaga. Pero para mí, es mucho más que eso. Frigiliana es la tierra de mis orígenes, de mis raíces. Ha sido mi pueblo de veraneo desde que nací e incluso desde antes pues, según tengo entendido, ya lo visité estando en el vientre de mi madre.





Frigiliana es de una belleza que a nadie deja indiferente. Caminar por sus suelos empedrados supone un divertido reto —yo desaconsejaría el uso de tacón—. Está repleta de vericuetos que te conducen callejón arriba y callejón abajo, haciéndote perder el aliento, si no estás en forma. Sin embargo, cuanto más te adentras en ese laberinto del que no sabes bien cómo ni por dónde vas a salir, más te vas dejando arrastrar y atrapar por cada diminuto detalle con el que tropiezas. Todo te seduce: La blancura de sus casas encaladas; la limpieza impoluta de sus calles; el colorido de las macetas que adornan las ventanas; las leyendas que rezan en los azulejos distribuidos a lo largo del casco antiguo, y que te obligan a ir deteniéndote y leyendo, para profundizar en ese pasado histórico que enlaza las culturas musulmana y hebrea con la cristiana, dejando ecos sefardíes y moriscos en el aire. Ecos que permanecen latentes, y que resucitan, año tras año, durante la celebración de su Festival Frigiliana 3 Culturas.




Frigiliana huele a romero, a tomillo, a jazmín y a dama de noche; a caña de azúcar, a miel de caña y a aceite puro de oliva virgen; a fritura de pescado, a migas y a salsa de almendras.

Por no hablar de ese cielo estrellado del que puedes disfrutar con solo alzar la vista, en plena noche aguanosa. Sí, aguanosa. Y es que a los frigilianenses se les conoce como aguanosos por aquellos lares, ¿por qué? Por la abundancia de agua que emana de su sierra, agua que brota, agua que vibra, agua que lo llena todo de vida.






Segunda parada: Nerja.

Nadie en su sano juicio que se aloje en Frigiliana, dejaría de visitar Nerja. Está en la costa, a solo seis kilómetros, y posee unas playas paradisíacas. Es como si Nerja fuese el complemento perfecto de Frigiliana y viceversa. O por lo menos, lo es para mí.

Nerja es bulliciosa. Tiene las ventajas de una ciudad, sin perder las características típicas de un pueblo. Es conocida por Verano azul, que se rodó allí en los años 80, y a cada paso que das, algún rincón, chiringuito o monumento, te recuerda a la famosa serie o a alguno de sus personajes.






Si lo que te apetece es ir de compras por sus decenas de tiendecitas al más puro estilo de los zocos marroquíes, podrás entretenerte durante horas por las calles de Nerja. Si prefieres pasear, sin más, lo más probable es que acabes en el Balcón de Europa, donde puedes asomarte a contemplar la serenidad azul de su mar, y ese aire tropical que le otorgan las palmeras que bordean la Costa del Sol, dejándote acariciar por la brisa inconfundible de nuestro Mediterráneo.




Aunque si lo que te seduce es recorrer el paseo marítimo de Nerja, al atardecer, buscando un rincón típico en el que cenar, podrás gozar de una magnífica puesta de sol a ritmo de flamenco, o tal vez de jazz, mientras el típico olor a espeto de sardinas te irá abriendo, sin duda, el apetito.




Tercera parada: Granada.

Había visitado La Alhambra, con mis padres y hermana, hace muchos años, más de treinta, cuando no era más que una adolescente. Y tenía claro que quería volver algún día por mi cuenta, siendo ya adulta. Además, en aquella ocasión fuimos directos a La Alhambra, o sea que Granada seguía siendo para mí una asignatura pendiente.




Yo no dispongo de vehículo propio. Viajo siempre en transporte público, a no ser que me lleve alguien en su coche. Por lo tanto, sabía que viajar desde Frigiliana hasta Granada iba a ser toda una odisea. Aun así, me presté gustosa. Fui sola, a la aventura. No busqué más que la información imprescindible acerca de los horarios de los autobuses. Lo demás lo fui improvisando sobre la marcha. Tenía dos objetivos claros: La Alhambra y Granada ciudad.  




Tuve que madrugar para coger un autobús de Frigiliana a Nerja, otro de Nerja a Granada capital y otro de Granada capital a La Alhambra. Tardé unas seis horas en completar el recorrido y alcanzar mi meta. Y solo pude acceder a La Alcazaba y a los jardines del Generalife. Pero mereció la pena.





La Alhambra es como una ciudad dentro de otra ciudad. Es tanto el arte y la belleza que allí se condensa que es difícil describirlo con simples palabras. Hay que vislumbrarlo, vivirlo, palparlo. Los palacios, con su estilo árabe nazarí. La Alcazaba, una especie de laberinto en el que el ingenio musulmán y su arte se alzan como los protagonistas indiscutibles. Los jardines, una constante explosión de aromas y colores. Y luego está el agua, cuya presencia lo llena todo, se podía intuir su importancia a cada paso que dabas. El patio de la Acequia, con sus chorros de agua cruzados, es mi preferido. No obstante, me llamó la atención que el rumor del agua era continuo, como una música de fondo que lo envuelve todo, un sonido tranquilizador, una especie de banda sonora ininterrumpida que me acompañaba en mi aventura.






Y después de La Alhambra, mi anhelada visita a esa ciudad que seguía siendo una desconocida para mí. No tenía un plan, fui a donde me llevaron mis pies, y me encontré de repente preguntándome: «¿Estoy en España o en Marruecos?». Me adentré en su zoco, compré pendientes de estilo árabe, saludé a los comerciantes con el consabido «Salam Aleikum» y me tomé un té verde a la hierbabuena, acompañado por unos típicos dulces elaborados a base de frutos secos y miel, en una de sus múltiples teterías.






Sé que me quedaron muchas cosas por ver. Me faltaron horas, días y semanas.
Caí rendida a los pies de Granada. Me enamoré. Enamorada sigo y, sin duda, volveré.

Ha sido un rencuentro maravilloso con la Andalucía que llevo en el corazón y que corre por mis venas. 


Mar Montilla


EMPORDÁ: ¿DESATENCIÓN O BENDICIÓN?


FOTOS DE LA RED
   El tópico y la realidad señalan a esa tierra como lugar de artistas, y creo entender por qué. Se trata del AmpurdánL'Empordà- un lugar donde el silencio se extiende sobre los campos, ribeteados por oteros en los que luce la ginesta, por macizos perforados por cuevas prehistóricas, por rocas escarpadas que se recortan en el azul del mar. Lo visité a la luz de una primavera prometedora y fragante, en el momento en que su verdor es una alegría para los sentidos.

   Su paisaje es tan cambiante como las comarcas que lo conforman: árido en algunos lugares, frondoso y colorido en otros, moldeado por el viento de tramontana que sacude las viñas y olivos, que golpea los postigos de las masías y que se cuela como un mal aire que inyecta esa locura especial de la que habla Gerard Quintana en su canción dedicada a L'Empordà.  Tal vez el talento esté hecho de las mismas luces y sombras que caracterizan al hombre ampurdanés, conversador, austero, radical en su defensa del territorio, marcado por las diferentes culturas que dejaron su impronta también en el carácter de sus gentes. Ese hombre parece alentado por las perturbadoras visiones de una mente amplia, y por ese viento de tramontana que inyecta su aguijón de vesanía.

   Pla, Dalí, son algunos de los genios locales, ejemplos universales de ampurdanés. Visitando la casa-museo del Castell de Púbol se comprende un poco mejor la fantástica arquitectura de los sueños. La integración de un mundo incomprensible y fascinante que sustituye a ese otro de realidades simples, y sobre todo monótonas. Ése es el leif motiv, la premisa que invita a prestar atención a lo que no es visible pero que forma parte del inconsciente, del imaginario colectivo.  Como esa cabeza de jirafa de un Dalí juguetón y mesiánico que ronda por las estancias.  La jirafa nos mira mientras la miramos. Su perspectiva es más lejana y por lo tanto más certera que la de cualquier otro animal.

   Una jirafa sustituye a la reina de Saba en uno de los tapices, y una cría de jirafa disecada preside el fondo del panteón con las tumbas de los esposos. La de Gala, ocupada con los restos de la musa, y la de Dalí vacía. Un hecho poco o nada insólito en el marco de una actitud excéntrica.  Parece ser que el pintor, en sus últimos días de vida, pidió ser enterrado en su Figueras natal. Eso dicen las crónicas, pues nunca sabremos si a esas alturas de su deterioro podía decidir sobre el destino de sus huesos. Fuera como fuese, la historia de amor entre Gala y Dalí continúa viva en cada detalle del castillo. 
Salimos al jardín, sintiendo todavía en la piel y en la nariz la polvorienta fragancia de las siemprevivas que adornan cada una de las habitaciones. Fuera cae una lluvia fina, vaporosa, en honor a los tiempos pretéritos que antes de esfumarse del todo nos envuelven en su atmósfera irreal. Y los visitantes del castillo nos acercamos al garaje donde el Cadillac y el coche de caballos nos sorprenden con su propuesta de viaje al éxito y a un modo de vida antiguo.

   En el jardín, dos elefantes de patas larguísimas, y el estanque con la cabeza de rape escupiendo el agua de vida para los peces de colores. La vegetación exuberante, algún ciprés, el naranjo que contemplaba Dalí mientras pintaba; cariátides, bustos, piedra, yedra, la oscuridad y la frescura de los rincones, las luces y de sombras.
Al salir del castillo, el comentario de alguien acerca del crecimiento urbanístico: no se ve en el horizonte ni una sola grúa. Es cierto, y también lo es que los trenes funcionan mal. Posiblemente éstas sean razones de peso para la queja de sus habitantes, sobre todo por el asunto ferroviario. Pero todo tiene su reverso. Al margen de las molestias que pueda ocasionar, la desatención en ocasiones es una bendición. Permite que las cosas, el paisaje y el arte hablen desde el silencio, en un recogimiento necesario y fructífero.
 
Maribel Montero 



LON(DONE)



LONDRES

Hoy quiero hablar de una ciudad sobre la que se han escrito poemas, guías de viaje, guiones de cine, aventuras épicas, discursos. Sobre la que se han pintado cuadros, leído los posos de té, navegado por sus tejados y ríos, inventado historias y proyectos. Una ciudad de empedrados de mil años y cuervos guardianes, con emblemas en sus pubs de artesanos y piratas. También muy musical, de exposiciones universales y colonial, sobre todo colonial, al ritmo de un reloj dorado que recorre todas las orillas.
Un referente en la moda y siempre de moda en ideas para inspirar con su pompa y circunstancia.
Destino turístico y centro financiero, pionero y tradicional en sus costumbres, fruto de la mezcla de todas las gentes con las que ha convivido. De vida teatral y sándwiches de pepino, de joyas en museo y mujeres sufragistas, de revolución industrial y lluvia...
Todo se ha dicho y en todo ha participado desde sus primeros pobladores, sus asentamientos romanos, y vikingos, reyes y pensadores, mujeres protagonistas, y desde entonces hasta nuestros días.
De todos y de ninguno y siempre tan nuestra, sobre todo ahora que se incorpora como entrada al blog.

Isabel Mendieta Rodríguez
Derechos Registrados

UN GUÍA CON MULETA


FOTO PROPIA



 No ha llovido. Chaouen solo ha tenido la amable, santa ironía de lavarse la cara diligentemente para los turistas domingueros más madrugadores. Espero a mi guía en el patiecillo del riad. Amena umbría.

  La casualidad ha querido que no me una al resto del grupo hasta el día siguiente. Apuro pues esta soledad interina y anticipo el disfrute del tour para mí sola por la medina anidada en las montañas del Rif.

Sentado frente a mí en el sofá,—un anciano chilaba clara, rojo fez‒, se apoya en la muleta anclada entre sus rodillas.

  Aún estoy a medias con el pensamiento de que será el abuelo de la casa cuando se acerca a mí, muleta incluida, en cuerpo y voz:

  ― ¿ Mercedes? Yo soy su guía.

  Que su mano se ofrezca para estrechar la mía con firmeza, su sonrisa abierta, su mirada en la que cohabitan cómodamente la vivacidad y el reposo, fulminan el pensamiento en curso y sin remedio me sitúan en modo tabula rasa.

La visita guiada se transforma en un largo y plácido paseo por las callejas estragadas de pasos que te van conduciendo a donde no te esperas a través de filtros azules que se diluyen, se intensifican, alternan o se abrazan con el blanco impoluto en las fachadas que rezuman vida: te llevan al olivo glorioso en su retorcimiento que lanza al sol por sobre los tejados su verdor rescatado del tronco abierto que secaron los siglos, a los molinos, a los lavaderos alimentados por un agua brava que baja a trompicones por la ladera con el brío de la juventud que huye de casa, a las humildes puertas dormidas al recuerdo de su potente fuerza defensiva, a la diminuta sinagoga estandarte de convivencia feliz y trabajosa, como todas.


  Su discurso de guía hace ya rato que se ha transformado paulatina, imperceptiblemente, en una verdadera conversación. Digo verdadera porque está trufada de ironías comprendidas, porque nos reímos a la vez y con el mismo tono, porque el respeto y la confianza crecen juntos. Y todo ello por obra y gracia de este hombre del que voy sabiendo que se llama Abdeslam, que tiene 77 años, que sigue trabajando porque algo hay que dejarles a los nietos, porque el médico siempre tiene una receta para la mujer; que la muleta se debe a un accidente de circulación y que si aún la lleva que no le hace falta me lo demuestra jugueteando con ella en el aire mientras sigue caminando sin perder el paso en un momento de calles vacías es porque teme que el dinero del seguro, que ya tarda, no llegue nunca si le ven recuperado.

  Y percibo alegría sincera, hasta orgullo en su voz y en su mirada cuando nos detenemos ante un pequeño grupo de turistas para presentarme a “la primera mujer guía oficial que tenemos”, complicidad cuando pasamos ante un riad y me hace notar que sobre la puerta el letrero con el nombre “CASA...” contiene solo un nombre de mujer, “por algo será...”, dice.

  Más que hablarme de ella, comparte conmigo su ciudad, me la ofrece como se hace con la propia casa: si sabemos mirar, vemos cómo se vive en ella aunque no nos lo cuente, apreciamos con gozo la comodidad, las bellezas y con ternura los cojines ajados, la ventana que no acaba de ajustar, algo de ropa sucia en un rincón, los arañazos de algún gato en un mueble… Todo se posa en mí.

La distancia es tenaz y el recuerdo efímero.

Miro ahora la foto que nos hicimos ante una de las puertas de la muralla dos arcos superpuestos, menor el interior y descubro que, detrás de nosotros, apoyada en actitud de espera en el rincón que dejan, nos mira una mujer. Nos mira como a medias, ojos semientornados en el marco de su pañuelo blanco; apuntan unos zuecos forrados de algodón por debajo de su chilaba roja, sobre la que sus dos manos aprietan firmemente un bolso grande, decorado, negro sobre blanco, con otros mucho más elegantes bolsos y con zapatos de alto tacón.

  Más al fondo, tras los arcos, apunta el magnífico perfil barbado de un hombre joven, Sonríe a no sé qué...Desde luego, no nos mira.
FOTO PROPIA
La cena ahumada


Fuera refrescaba. Mi instinto me lleva a una de las mesas que flanquean la chimenea. Fuego de hogar. A solas entre los escasos comensales. Llega el pan a hacerme compañía. Converso con su sabor hospitalario.

 Ligera insubordinación a mi mirada. La chimenea humea brevemente.


Sopa harira. Las especias inflaman los colores. Acepto el reto en la certeza de que el sometimiento trae su recompensa.

  El humo reaparece. Con más brío. Gestos de cartón consiguen aplacarlo.


Tajín de kefta. Sabor de la paciencia. El arte de domar el tiempo para que fructifique en suavidad intensa.

  El humo que no ceja. Quizá el fuego se aburre entre las brasas, quiere recuperar protagonismo. Recobrar las miradas abstraídas en los paladares. Lucha ya abiertamente. Hábil estratega, se repliega cuando tratan de reconducirlo. En cuanto se ve libre, incursiona en la sala nuevamente y toma posiciones.Algunos comensales se desplazan, casi divertidos en la ingenuidad de vivirse neutrales. También yo.


  Tarta de limón. Ácido dulce. Cremosidad crujiente. Inefable bendita armonía. Comulgo con ella.


Se enseñorea el humo. Vence, ninguneado.

Mercedes Gascón Bernal



CARAS SIN VELO

  Voy por ahí tropezando con caras. Soñando con caras, avanzando entre caras. Caras como aleteos o arrebatos feroces. Caras que se cierran e...