FOTO PROPIA |
No ha llovido. Chaouen solo ha
tenido la amable, santa ironía de lavarse la cara diligentemente
para los turistas domingueros más madrugadores. Espero a mi guía en el
patiecillo del riad.
Amena umbría.
La
casualidad ha querido que no me una al resto del grupo hasta el día
siguiente. Apuro pues esta soledad interina y anticipo el disfrute
del tour para mí sola
por la medina anidada en las montañas del Rif.
Sentado frente a mí en el
sofá,—un anciano chilaba clara, rojo fez‒, se apoya en la
muleta anclada entre sus rodillas.
Aún
estoy a medias con el pensamiento de que será
el abuelo de la casa cuando
se acerca a mí, muleta incluida, en cuerpo y voz:
― ¿
Mercedes? Yo soy su guía.
Que
su mano se ofrezca para estrechar la mía con firmeza, su sonrisa
abierta, su mirada en la que cohabitan cómodamente la vivacidad y el
reposo, fulminan el pensamiento en curso y sin remedio me sitúan en
modo tabula rasa.
La
visita guiada se transforma en un largo y plácido paseo por
las
callejas estragadas de pasos
que te van conduciendo a donde no te esperas a través de
filtros azules que se diluyen, se intensifican, alternan o se
abrazan con el blanco impoluto en las fachadas que rezuman vida: te
llevan al olivo glorioso en su retorcimiento que lanza al sol por
sobre los tejados su verdor rescatado del tronco abierto que secaron
los siglos, a los molinos, a los lavaderos alimentados por un
agua brava que baja a trompicones por la ladera con el brío de la
juventud que huye
de casa, a las humildes
puertas dormidas al recuerdo de su potente fuerza defensiva, a la
diminuta sinagoga estandarte de convivencia feliz
y trabajosa, como todas.
Su
discurso de guía hace ya rato que se ha transformado paulatina,
imperceptiblemente, en una verdadera conversación. Digo verdadera
porque está trufada de ironías comprendidas, porque nos reímos a
la vez y con el mismo tono, porque el respeto y la confianza crecen
juntos. Y todo ello por obra y gracia de este hombre del que voy
sabiendo que se llama Abdeslam, que tiene 77 años, que sigue
trabajando porque algo hay que dejarles a los nietos, porque el
médico siempre tiene una receta para la mujer; que la muleta se debe
a un accidente de circulación y
que si aún la lleva ‒
que no le hace falta me lo
demuestra jugueteando con ella en el aire mientras sigue caminando
sin perder el paso en un momento de calles vacías ‒
es porque teme que el dinero del seguro, que ya tarda, no llegue
nunca si le ven
recuperado.
Y
percibo
alegría sincera, hasta
orgullo en su voz y en su
mirada cuando nos detenemos ante un pequeño grupo de turistas para
presentarme a “la primera mujer guía oficial que tenemos”,
complicidad cuando pasamos
ante un riad y me hace notar que sobre la puerta el letrero con el
nombre “CASA...” contiene solo un nombre de mujer, “por algo
será...”, dice.
Más
que hablarme de ella, comparte conmigo su ciudad, me la ofrece como
se hace con
la propia casa: si sabemos mirar, vemos cómo se vive en
ella aunque no nos lo cuente,
apreciamos con gozo la comodidad, las bellezas y con ternura los
cojines ajados, la ventana que no acaba de ajustar, algo
de ropa sucia en un rincón, los
arañazos de algún gato en un mueble… Todo
se posa en mí.
La
distancia es tenaz
y el recuerdo efímero.
Miro
ahora la foto que nos hicimos ante
una de las puertas de la muralla ‒
dos arcos superpuestos, menor el interior ‒
y descubro que, detrás
de nosotros, apoyada
en actitud de espera en el rincón que dejan, nos mira una mujer. Nos
mira como a medias, ojos
semientornados en
el marco de su pañuelo blanco;
apuntan unos zuecos forrados
de algodón por debajo de su chilaba roja, sobre
la que sus dos manos aprietan
firmemente un bolso grande, decorado, negro sobre blanco, con
otros mucho más elegantes
bolsos y con zapatos
de alto tacón.
Más
al fondo, tras los arcos, apunta el magnífico
perfil barbado
de un hombre joven, Sonríe
a no sé qué...Desde
luego, no nos mira.
FOTO PROPIA |
Fuera refrescaba. Mi instinto me
lleva a una de las mesas que flanquean la chimenea. Fuego de hogar. A
solas entre los escasos comensales. Llega el pan a hacerme compañía.
Converso con su sabor hospitalario.
Ligera insubordinación a mi
mirada. La chimenea humea brevemente.
Sopa harira.
Las especias inflaman los colores. Acepto el reto en la certeza de
que el sometimiento trae su recompensa.
El humo reaparece. Con más
brío. Gestos de cartón consiguen aplacarlo.
Tajín de kefta. Sabor de la
paciencia. El arte de domar el tiempo para que fructifique en
suavidad intensa.
El humo que no ceja. Quizá el
fuego se aburre entre las brasas, quiere recuperar protagonismo.
Recobrar las miradas abstraídas en los paladares. Lucha ya
abiertamente. Hábil estratega, se repliega cuando tratan de
reconducirlo. En cuanto se ve libre, incursiona en la sala nuevamente
y toma posiciones.Algunos comensales se
desplazan, casi divertidos en la ingenuidad de vivirse neutrales.
También yo.
Tarta de limón. Ácido dulce.
Cremosidad crujiente. Inefable bendita armonía. Comulgo con ella.
Se enseñorea el humo. Vence,
ninguneado.
Mercedes Gascón Bernal
Mercedes Gascón Bernal
Mercedes, tu narración transporta hasta el lugar, me sitúa en tu lado en la percepción de las cosas, por que al mismo tiempo que describes también cuentas lo que sientes. Apasionante. Me ha encantado.
ResponderEliminarQue belleza Mercedes! Me alegro que te hayas incorporate a nuestro grupo! Bienvenida y gracias, te he lido con placer.
ResponderEliminarFe de erratas: Leido
ResponderEliminarFe de erratas: Leido
ResponderEliminarQue belleza Mercedes! Me alegro que te hayas incorporate a nuestro grupo! Bienvenida y gracias, te he lido con placer.
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