PASEO POR LOS CASTILLOS DEL LOIRA


No es dónde ni con quién, lo importante es cómo te sientes en un lugar. No es un establecimiento grande, ni tampoco es necesario. Es el mejor lugar para tomar un café y disfrutar de un cup cake. Difícil es la elección entre la multitud de colores y sabores para elegir. Me resultó contradictorio ver a la dependienta disfrutando de un mate. 
Próximo al lugar donde habita el aroma de café, se asienta otro lugar con encanto, el gran castillo francés de Chenonceaux.
Podíamos haber elegido cualquier otra ruta de los castillos del Loira, pero nos decidimos por la que nos despertó nuestros mejores instintos:  Chenoneaux, Chambord, Blois, Ambois, Rigny Ussé y Villandry  -que no pudimos disfrutar de sus maravillosos jardines  debido a la inmensa lluvia que nos acompañaba en nuestro escenario-.
Teniendo en cuenta la extensa cantidad de castillos que he visitado, la mayoría en España, y disfrutando de las mejores joyas arquitectónicas, puedo decir que los castillos franceses, además de los españoles, me maravillan. Su conservación es extremadamente detallista y me demuestran  que su mirada va más allá de ver un puñado de piedras. Es cierto que todos los que visitamos son privados y la cantidad de la entrada ayuda a su mantenimiento.
Sobre el río Cher descansan los cimientos de tal hermosura. Se iza sobre las aguas el blancor de la piedra del castillo de Chenonceaux, también conocido como “el castillo de las Damas”. Belleza en todo su esplendor tanto en el interior como el exterior del castillo. Curioso fue cuando  en la inmensa cocina nos enseñaban la puerta que accedía al río y por donde se  realizaba el avituallamiento cotidiano en la vida de la realeza. Sus jardines, regados por históricas aguas, espectaculares, cuidados por las mejores manos y la máxima delicadeza, decorados con lozanas flores, llaman la atención del visitante. También lo hace la historia de los dos extensos jardines dedicados uno a la mujer y otro a la amante del rey Francisco I.

Si buscamos el adjetivo “maravilloso” en el diccionario, seguro que encontramos la foto del castillo de Chambord. Es pura magia para la vista. No me extraña nada que sea el emblema del renacimiento francés. Bosques a su alrededor añaden belleza a aquellos parajes. Pocas veces  he visto una escalera como la que decora su interior y da camino a la torre del  homenaje. Dispone de una característica particular que la hace única: una persona puede subir y otra bajar por la escalera sin cruzarse. Curioso, ¿verdad? Esta característica es la que da cierta veracidad al rumor que  atribuye su diseño a Leonardo da Vinci.



Decía anteriormente que pocas veces había disfrutado de escaleras con tanta belleza, y otra de esas, es la que decora el castillo de Blois. Dignifica al mejor de los arquitectos. Una escalera con forma poligonal, de caracol, mitad interior y mitad exterior que da luz a la fachada, rompiendo la monotonía. Esta fortaleza  tenía tal importancia que su patio era el lugar donde se administraba la justicia de la época. En este castillo se celebraron los Estados Generales. Se pueden disfrutar los reales ornamentos que habitan en el castillo para hacerse una idea del poder de los reyes franceses, que es lo que pretendían mostrar a todos los demás reinos europeos.


De paseo por las calles de Amboise, pudimos llegar con facilidad a su castillo, ya que sobresalía de entre los tejados de las casas. Precioso castillo, no diferente a los anteriores en cuanto a sus materiales y estructura, y quizás, no tan majestuoso como los descritos anteriormente. La particularidad que alberga a este castillo es que en la capilla del mismo está enterrado el gran Leonardo Da Vinci. Fue nombrado primer pintor, ingeniero y arquitecto del rey. Título que disfrutó hasta su muerte. Dispuso de una mansión cercana al castillo que se comunicaban  a través de un pasadizo subterráneo.

Para rematar nuestro viaje, acabamos nuestras vacaciones con el castillo de Rigny Ussé. Solo puedo describirlo como un precioso castillo de cuento.  De ahí que su propietario tenga las estancias, de la mitad del castillo que es visitable,  decoradas no con ornamentos dignos de la realeza sino con los personajes y escenas del cuento de la Bella Durmiente; que particularmente, restan singularidad. Podría sugerir al dueño que  los amantes de los castillos disfrutamos de castillos con decoración de castillo y no con maniquíes que reflejan secuencias de cuentos, pero es sólo una sugerencia.

Sólo puedo concluir exclamando que esta ruta me dejo maravillada, adoro el mundo de las fortalezas. Todavía me quedan muchas más por visitar, así que…
Au revoir

Yolanda de las Heras





MUJERES DE LA INDIA (CONTINUACIÓN)



7.-
   En la carretera hacia Jaipur los vehículos embarrancan en todos los peajes. Se acumulan en un mar de resignada paciencia.
Por entre los resquicios se deslizan, como inquietantes plantas marinas que negligentemente imponen su color, unas cuantas  mujeres todas y cada una con su bebé en los brazos, tan jóvenes algunas que parecen hermanas de la criatura, tan diestramente sostenida que no les impide mostrar su mercancía, la botellita de agua que la viajera desea incoherentemente tan fresca como sus  movimientos.
Solitaria, apartada, quizá consciente de no ser ya capaz de crear espejismos, una vieja ofrece bolígrafos larguísimos, con brillos de colores que se apagan ya dentro del vehículo entre las manos de la compradora.
8.-
   ¿Qué tienen en común la mujer joven que vende globos y chucherías a las puertas del cine de Jaipur; aquella otra de edad indescifrable a la que compramos guirnaldas de caléndulas elegidas minuciosamente, con la colaboración de su amable y paciente mirada, de entre el montón a sus pies en el mercado de las flores de Calcuta; las monjas de la Mother’s House que conservan entre sonrisas de algodón el  alma de Teresa; la adolescente en luna de miel en Agra, esposa por amor o superior designio, quién lo sabe, que dirige a su esposo esas miradas tiernas, dóciles y curiosas que a la viajera extraña no le dan la clave; la anciana de elegante shari que se hacía segundos antes un selfie con su numerosísima familia en los ensimismados jardines del Taj Mahal?
Todas ellas, y más, quieren hacerse una foto conmigo, con la viajera exótica, supongo.
Lo piden como quien hace un regalo.
¿Cómo negarse a confiarles un álito de la propia alma?
9.-
   Por los espacios del Fuerte Rojo desfilan hileras de escolares, de dos en dos, en un orden alegre. Parecen satisfechas en su uniforme granate y gris. Hablan poco y miran mucho, pero conversan entre sí. Ríen más que sonríen. Sus padres han optado  por su formación, por el conocimiento. Esa obediencia parece no pesarles.
Fuera, en el parquin, a la salida, vemos a otras niñas. Silenciosas. Solas. Rodeadas de sus familias, que las han maquillado y vestido de gala, y las exponen para que su esplendor recabe la limosna  del turista. Ellas ahora sonríen. ¿Qué venderán después?
10.-
   En Benarés, el hotel se defiende como una fortaleza de magnificencia, se esconde tras sus muros del ruido, de la pobreza, del maremágnum del tráfico, del comercio incesante, de las voces, de la vida de la gente en suma. Hasta el calor parece caer sobre el jardín en sordina, como los sonidos exteriores.
Este jardín incluye el lujo, para mí, fumadora, de una “smoking zone”, un área de cómodos  sillones, mesas y ceniceros, delimitada por sí misma.
Ya durante el primer cigarrillo del día, después del desayuno, la veo. Estamos solas. Ella va recogiendo las grandes hojas caídas de los árboles. Una por una. Con sus manos. Las recoge y las mete en un saco. Va vestida con shari y cada vez que se agacha sorprende, una y otra vez, que los innumerables pliegues de la ropa no dificulten sus movimientos.
Vuelvo a verla en diferentes días, a diferentes horas.
Continúa recogiendo las hojas con calma diligente y las hojas no cesan de caer por todo el extenso jardín con la misma calma y diligencia.
Armonía perfecta fuera del tiempo.
11.-
   En Delhi se construye, se reconstruye; a veces es difícil distinguir.
Hay en esas pequeñas obras siempre algunas mujeres, maduras, de movimientos pausados que oscilan entre el esfuerzo y lo reconfortante.
Desplazan ladrillos, con las manos, de uno en uno, de dos en dos. Ladrillos de un rojo denso como el tono de su piel, como su cuerpo, como sus gestos.
Se las ve moverse, desplazarlos en el  espacio como si quisieran poner en evidencia al invisible tiempo.
Y completamente entregadas a este están las otras, sentadas al borde de la obra. Cuando la actividad cesa, ellas siguen allí, vigilándolo.
12.-
  A la entrada de Agra hay un taller de dioses.
  Un taller de artesanos de la piedra.
  Fragmentos esparcidos
  ¡Hay tantísimos dioses, diosas en la India!
  Y los vemos crearse aquí  entre la penumbra.
  Una mujer mayor lava la piedra. 
  El agua  que tal vez les da la vida.
13.-
   Me llama la atención que la inmensa mayoría de las mujeres que se ven realizando un trabajo cualificado vista uniforme. Lo llevan las militares, las recepcionistas, las taquilleras de los museos, las camareras de restaurante, las limpiadoras y porteras de hotel.
Salvo, por supuesto, en el caso de las primeras, curiosamente se trata siempre de un uniforme de estilo occidental, un traje de chaqueta cuya gama de color oscila entre el azul medio y el negro, con camisa blanca y pajarita o corbatín. Se diría un uniforme trascendente. Como los de los militares, las iguala entre sí, las esconde, las desdibuja.
Casi como si con él se pretendiera disimular que quien realiza ese trabajo es una mujer.
14.-
   Como muchas sabréis, el rickshaw originariamente consistía en un carrito de dos ruedas que transportaba a una o dos personas, tirado por otra persona. En la actualidad, estos casi han sido completamente sustituidos por otros tirados por una bicicleta; evidentemente, hace falta también una persona que pedalee. Los hay a millares por las calles de las ciudades.
Pero este tiene algo de muy particular: quien pedalea en el tráfico es una mujer.
El tráfico aquí es un ente extraño dotado de vida propia. Como un dios que se respeta y al que hay que entregarse confiando en sus verdades aunque no las comprendamos, por pura fe.
Una barahúnda de personas, perros, motos, vacas, tuc-tucs, motos, coches, furgonetas, rickshaws, motos… intentando desplazarse, consiguiéndolo milagrosamente.
Está acabando de anochecer. Quizá sea este hoy su último viaje. No sabe cuántos ha hecho, pero sí que lleva diez horas trabajando.
Pedalea lenta o más rápidamente, se eleva sobre el sillín cuando el esfuerzo lo requiere, desmonta de un salto otras veces sin soltar el manillar y tira a pie del vehículo. Sus ropas nos ocultan el sudor que vemos sobre la piel de los otros conductores, y sus piernas, que por fuerza han de ser como las de los otros, delgadas y de largos músculos potentísimos. Lo que nada puede ocultar es el esfuerzo, la fatigosa respiración, el padecimiento.
Cuando acabe este viaje, irá a guardar el rickshaw  en el  viejo caravanserail escondido entre el laberinto de las calles estrechas. Allí la espera ya, seguro, el dueño del rickshaw para cobrar su parte. Luego comerá algo comprado a  cualquiera de quienes venden en la calle y se tumbará bajo  el rickshaw para dormir un sueño que la poseerá mientras aún le llegan ecos del tráfico exterior, paulatinamente amortiguados. Ciertamente aún no ha podido constatar si en algún momento de la noche llegan a extinguirse.
15.-
   Vestir aquí de negro es un castigo. Se les niega quizá la única cosa que las mujeres controlan en la India: los colores de su atuendo. Sea cual sea su grado de adorno, se construyen con ellos una identidad, una visibilidad.
Las musulmanas barren las calles, las carreteras, van formando  montoncitos de basura que allí se quedan.
En esos montoncitos confluye el abandono, el de las mujeres de la religión menospreciada y el de las vacas sagradas.
Las sagradas vacas no saben de religión. Rebuscan en ellos, de ellos se alimentan.
De las basuras amontonadas por estas mujeres musulmanas cuya vestimenta negra duplica la paradoja: las hace contrastar con las demás mujeres mientras les impone una identidad, una visibilidad que al mismo tiempo las diluye.
16.-
   La anciana detiene por casualidad sus pasos renqueantes ante la puerta de la joyería. Cuenta las monedas en su mano y en su monedero, repetidamente. Sigue luego su camino cargada con la bolsa de los víveres.
Las golosas joyerías donde los turistas se jactan de comprar liebre por gato.
En Jaipur, entre sus muros color de rosa marchita, pasos marchitos, joyas marchitas.

Mercedes Gascón Bernal


LOST IN MONTPELLIER




Desde hacía mucho tiempo que siempre pasaba de largo por Montpellier, fuera en autocar o en coche. Esa gran ciudad del Midi, donde la vida universitaria y la vanguardista se unen fraternalmente. 
Mi familia de corazón, como dicen los franceses “famille du coeur”, querían que fuera a verlos y visitar esa ciudad, un tanto misteriosa para mí. Finalmente me escapé unos días antes de empezar la rutina del trabajo. Así que, después de muchos años, volví a coger el autocar para ir a Francia.  Me dirigí desde casa a la Estación del Norte de Barcelona, y sin problemas llegué con tiempo suficiente para no correr. Después de esperar dos horas a que llegara el bus, me fui al conductor para darle el billete y me dijo:

Tiene que pasar por taquilla para que le den el número…!vaya corriendo que aquí la espero!
-     ¿Número? ¿Qué número? –Respondí-  ¡Si la taquilla estaba cerrada cuando llegué! ¡Mon Dieu! 
Empecé a correr como una loca con la maleta cargada de regalos – botellas de Anís del Mono de Badalona- , la mochila a tope y subiendo las escaleras de dos en dos para no perder el dichoso bus. ¡Un viaje relajante se convirtió ya en estresante! 
Conseguí mi número y subí al bus, pudiéndome sentar al lado de la ventanilla para disfrutar del paisaje. Lo que no me esperaba, es que la viajera de delante quisiera dormir. Me quedé como un sándwich cuando tiró hacia atrás totalmente su asiento, ¡agghh!  Bueno, todo tiene arreglo, pensé, así que yo tuve que disfrutar del paisaje en posición estirada y con el aire acondicionado a tope, viendo pasar algún que otro pingüino por el pasillo. Cabe decir que sí que llevaba un jersey… bien guardado en la maleta que se encontraba en el maletero del bus. 
Después del viajecito de seis horas, llegué por fin a Montpellier, donde me recogerían para ir a su casa y empezar  la ruta por la ciudad. Subir tres pisos sin ascensor con la maleta y la mochila a tope, no era justamente lo que yo había pensado de hacer en un primer instante…
Mi primera visita fue Antigone del arquitecto Ricardo Bofill. Una zona vanguardista, estilo la Défense de Paris, en pequeño. Arquitectura señorial donde la haya, uniéndose la piedra dorada, las fuentes y los reflejos de las cristaleras.

Siguiendo el camino que mis amigos  habían organizado, atajamos para ir al centro a través del centro comercial de la zona, y  llegamos a la Place de la Comédie, centro neurálgico de la ciudad donde me perdí tomando fotos cual japonesa con la cámara en mano. 



Luego seguimos la ruta por callejuelas estrechas, de piedras irregulares en el arcén, en el cual recibías un masaje de reflexología podal gratuito, sobretodo llevando sandalias. Cruzamos plazoletas, viejas casas, iglesias, conventos, terrazas donde tomaban la péro para finalmente perdernos por ese laberinto de calles donde artesanos y artistas tienen sus ateliers.



Por fin paramos en un antro asiático. Parecía como si hubiera entrado en un cómic Manga, con esos gatitos de ojos grandes pintados en las paredes y el techo, con música pop china de fondo y nosotros, los únicos europeos del lugar. Parecía que estuviéramos en una película: Lost in Montpellier. Pero valió la pena descubrir ese lugar, pues por primera vez tomé un té frio con bolitas de gelatina rellenas de zumo de lichi y fruta de la pasión que explotaban en la boca como una fuente de gustos variados. Luego seguimos callejeando por jardines, viendo el acueducto de Saint Clément, los tranvías coloridos, el Arco de Triunfo diminuto, el carrousel, etc.

Y ya de vuelta para su casa y con la tarjeta llena de capturas tomadas en unas pocas horas, me volví a reencontrar con el resto de mi familia de corazón.

Autora: Neus Bonet i Sala

ISLA DE TABARCA


Desde Santa Pola, Alicante, cogemos un Ferry hacia la isla de Tabarca. 
Navegamos veinte minutos en aguas transparentes a una isla que carece de árboles y de protección contra las inclemencias del tiempo, pero que no por ello es menos bonita. En invierno, me comenta la guía, que apenas cuenta con cuarenta y ocho habitantes, y, en verano, es un escándalo el número de visitantes.


Los arbustos de baja altura, sorprendentemente verdes y robustos, recorren sus colinas para abrirse a pequeñas calas de piedras recubiertas de algas, que ya secas, conforman pequeñas playas. Resulta algo difícil bajar a algunas de ellas, pero una vez allí os aseguro que merece la pena haber padecido de las "chinas" que se meten entre los dedos y recovecos de los pies. 
El agua es cristal puro, transparente y fresca; se agradece en pleno y tórrido mes de agosto. Aún así, a veces te encuentras con zonas calientes, también con esas pequeñas plantas marinas agarradas a las rocas, y con abundancia de peces. Un baño supone compartir espacio con ellos, lo cual también se agradece, eso, y no encontrar otras “cosas” contaminantes. 

Me dicen que Tabarca quedó abandonada muchos años, por la crisis, y por su difícil acceso (hasta de agua corriente deben abastecerla), pero que ahora están rehabilitando zonas como la iglesia. Van despacio y quizás lo más urgente sea proteger el lecho marino que, debido a la gran afluencia de turistas se está deteriorando a pasos agigantados. Las calles y casas me recuerdan en cierto modo a las islas griegas, coloridas y luminosas, pero hay que seguir rehabilitando y cuidando. Aunque había bastante gente, mereció la pena la visita. Hay pequeños paraísos cerca de casa.

Rosario Álamo


                                                                                                                                 



ENTRE LAS MONTAÑAS DE ANDORRA


Con la maleta pequeña, una mochila y un bolso, mi esposo y yo esperábamos al bus que nos llevaría a Andorra. La habíamos visitado una vez en un viaje de pocas horas y de aquella época nos quedó el deseo de retornar.
A las 7:00h de la mañana del primer día de agosto corría aire fresco. La caricia agradable venía del mar, ese gigante que regula la temperatura de Pineda y esta vez también nos enviaba un suspiro refrescante.
El bus se fue llenando con gente mayor como nosotros, dos o tres jóvenes y un adolescente. Una vez se hubo completado el pasaje comenzó una cháchara alegre con soltura y despreocupación, quizás porque atrás dejamos el botiquín de penas. Alguien sugirió al guía relatar sus experiencias de viaje. Ni corto ni perezoso, el guía tomó el micrófono y desgranó un rosario de historias que desternillaban de risa.
Me encantaría relatar lo que escuché, pero reproducir con absoluta fidelidad el arte del cuentacuentos daría para escribir un libro o grabar un vídeo (no es mala idea) que podría ser un adecuado asistente de viaje. Nadie sentía cansancio, todos mostraban su mejor estampa. Entonces asumí, como todos, que la mejor manera de superar nuestras carencias y flaquezas es disfrutar el momento, reír y reír, incluso de nosotros mismos. Un ambiente distinto del viaje anterior con pasajeros extranjeros recogidos en su mundo.
La alegría de los compañeros de viaje dibujaba sonrisas. Todos disfrutaban del suave deslizamiento del bus recién comprado. Sin sentir habíamos llegado a territorio del Principado de Andorra. Diez días después en ese mismo sitio se deslizaría una parte de la montaña. 
Una montaña tras otra. Pirámides interpuestas en un escenario de juegos de la naturaleza. La carretera serpentea entre ellas, asciende, baja o se pierde en una arteria oscura de la montaña. La iluminación perfectamente sincronizada, como luciérnagas en la noche, señalan la ruta y la salida. Poco a poco se vislumbra otro paisaje.
Casas con tejado de pizarra, preparadas para soportar la nieve. Piedra en la fachada y más piedra hecha arte. El verano está en su cúspide, por eso los jardines lucen llamativos colores. Muy cerca de las casas, pequeños cultivos con hojas tiernas de verde intenso. Miren las lechugas, decía el guía. Efectivamente a uno y otro lado se veía parcelas con plantas de hojas ovaladas de tabaco.



Andorra la Vieja está en nuestra retina, una ciudad aparentemente tranquila que contrasta con su fama de centro comercial y financiero del Pirineo. Está situada entre montañas y haciendo puentes sobre el río Valira. Las tiendas y centros comerciales se concentran en pocas calles, la mayoría en la avenida Meritxel, donde los turistas buscan perfumes, quesos, licores y tabaco. El hotel nos esperaba, la comida de medio día bendice nuestro estómago. Un descanso y otra vez al bus que asciende caracoleando hasta la pista de esquí de Pal. Sus instalaciones están abiertas también en verano con juegos para toda la familia. A nuestro alrededor una montaña tras otra. Muy cerca, amplias sendas que se transforman en pistas para los esquiadores de invierno. El teleférico pasaba incesantemente sobre nuestras cabezas. Si ya estábamos a más de 1.300 metros, ¿a dónde iban ellos? No consideramos subir más, nuestra presión arterial podría resentirse.
En el anterior viaje solo habíamos recorrido parte de la avenida Meritxell y las cuatro horas de paseo entre tiendas y restaurantes se habían esfumado. Ahora la noche en las calles de Andorra la Vella estaba movida. Gente en tránsito continuo, muchos en las terrazas de una plaza con escenario. Alguien nos habla en castellano para darnos un programa de actividades del verano, mi esposo le responde en catalán y la conversación se prolonga por mucho tiempo, hasta que empezó el concierto. La noche nos envuelve con suave brisa, el hotel está cerca.  Morfeo nos espera.

No vayan a confundirse cuando lean Parroquia, en Andorra se dice parroquias en vez de pueblos, advierte el guía el segundo día del viaje. El bus con su preciosa carga, nosotros, zigzagueaba por la carretera que atraviesa varias parroquias, entre ellas Ordino, donde residía Monserrat Caballé y Escaldes–Engordany donde está el Museu Thyssen. Ascendíamos cada vez más. Habíamos dejado los centros poblados. De frente se imponían las montañas encadenadas que dibujan la columna vertebral del Pirineo. Una vuelta tras otra, al fondo niebla suspendida. Había visto estas imágenes en tarjetas antiguas y libros, pero nunca había imaginado sentir el abrazo de la montaña, ni elevar mi vista más allá de picos macizos que besan el cielo. Me pierdo en la contemplación. La niebla nos rodea. Después de algún tiempo llegamos a Francia, Foix con su río subterráneo es el destino del día.

Nunca había estado en los intersticios de la tierra, en ninguna mina, en ninguna caverna, menos en un río subterráneo. Bajamos en grupo de once, 60ms bajo tierra. Subimos a las pequeñas barcas. Esquivando estalactitas y a temperatura de doce grados un guía francés nos conduce, sujeto a cables colocados para tal efecto. La maravilla de la naturaleza la tenemos cerca, pero intocable. El curso del río Labouïche nos permite contemplar formas artísticas y caprichosas, la accidentada orografía nos obliga a activar nuestros sentidos para no chocar con algún saliente de roca. Cambiamos de barca tres veces para tomar ruta distinta. Subimos gradas empinadas, seguíamos sin parar con el asombro en el cuerpo que nos sostenía a pesar del esfuerzo.
Éramos pequeños organismos circulando por las venas de la Tierra. ¿Contaminamos su corazón? Si es así algún día podría enfadarse. Después de esta experiencia, edificios, balnearios, hoteles, tiendas, fiestas, son apenas un hormigueo en la epidermis.

Haydee Nilda Vargas G.






VENECIA Y LAS PALABRAS




La comunicación es algo realmente complicado. Explicamos con todo detalle lo que no es importante y olvidamos decir lo que realmente tiene valor. Discutimos por nimiedades y no sabemos abordar lo que nos duele. Imponemos posiciones e ignoramos las de los otros. Sufrimos al reconocer nuestras debilidades y nos cerramos para no tener que pensar en razones objetivas. Posiblemente porque lo racional es más fácil de expresar y argumentar pero no lo fundamental. Hay un abismo entre lo que pensamos, queremos decir, finalmente expresamos y la otra parte entiende. Y a la inversa en cada réplica.
En general se dialoga mal y sin mucho sentido, y además solemos meternos de cabeza en el juego del disparate en el que ni somos capaces de expresar bien lo que sentimos, ni los demás, como consecuencia, son capaces de comprendernos. Y no siempre por su culpa, aunque así se lo exijamos.
Seguramente porque lo importante, lo realmente valioso, no se dice con palabras. Y estas son además muy traidoras. Suelen ser suficientes para exagerar lo malo y detallar nuestras miserias y las de los demás, pero nunca para expresar adecuadamente lo bueno. Y cuando este milagro ocurre, solemos decir además que nos hemos quedado sin palabras.
He oído en casa muchas veces esta Romanza sin palabras, tocada al piano por mi querida madre. Veces y veces. Y no me ha sobrado ninguna. Esa canción del Gondolero que nos transporta a Venecia, donde la luz adquiere tonos nuevos, el sol juega escondiéndose entre los canales y las palabras se pierden en cada rincón sin que nadie las eche de menos.
María José Voltes

 





BAJO EL SOL DEL MEDITERRÁNEO


Era mi primer crucero y, aunque suene a tópico, me sentía como una niña con zapatos nuevos. Iba a pasar una semana entera a bordo de un buque que haría un recorrido por el Mediterráneo, atracando en varios puertos de España, Francia e Italia.

Primera parada: Mahón, Menorca (Islas Baleares, España).

Aunque había estado en Baleares, solo había visto Mallorca. Ya tenía ganas de conocer Menorca, una isla de la que me habían contado maravillas que pude comprobar por mí misma; no habían exagerado en absoluto. La verdad es que mientras me perdía por esos recovecos de paredes encaladas y callejones de piedra, tuve la sensación de estar paseando por Mykonos o Santorini —y eso que Grecia sigue en mi lista de viajes pendientes—. Me sentí viva contemplando ese mar tan mío que es el Mediterráneo, cuyo azul se me antojó de repente más intenso que nunca.





Segunda parada: Ajaccio, Córcega (con un pie en Francia y otro en Italia).

Lo malo de las visitas guiadas —y esta lo fue— es que no eres libre de andar por donde te plazca, sino por donde te dirigen. Lo que me quedó claro de Ajaccio es que allí nació y murió Napoleón, personaje que a mí no me despierta un interés especial, pero resultaba evidente que a nuestra guía sí. Aun así, aprecié la discreta belleza del lugar, con sus edificios de tonos pasteles entre los que destacaban el amarillo, el rosa y el beis.




Tercera parada: Monterosso, Vernazza, Corniglia, Manarola y Riomaggiore (Cinque terre, La Spezia, mar de Liguria, Italia).

“¡Esto ya es otra cosa!” pensé, en cuanto mis pupilas vislumbraron las costas de Monterosso —y eso que aún no sabía que ahí disfrutaría de la Quattro Stazioni más exquisita que he probado en toda mi vida; y ya sabéis que a mí se me conquista por el estómago—. ¿Habéis visto Bajo el sol de la Toscana? Pues me sentí como si formara parte de esa película. Las callejuelas estrechas; el colorido intenso y variado de las fachadas de sus casas (amarillo chillón, rosa fucsia, naranja); las ventanas de madera con ranuras, de color verde botella oscuro, en su mayoría; el olor a pizza recién cocinada en horno de piedra; el aroma penetrante de un auténtico capuccino humeante y con abundante espuma, como a mí me gusta, degustado despacio, sorbo a sorbo, como a cámara lenta. Para mí eso es Italia: olor, sabor, calor humano, una sonrisa en el gesto amable del lugareño, que te habla con ese acento cantarín que tanto seduce.





Cuarta parada: Isla de Elba, Livorno (La Toscana, Italia).

Mediterráneo puro. Dicen que es la isla más grande del archipiélago toscano. Su costa está llena de preciosas y pequeñas playas que contrastan con su interior montañoso. Por lo visto, italianos y franceses se la disputaron en el siglo XVIII, debido a su estratégica situación. Bonaparte —otra vez nuestro amigo Napoleón— resultó vencedor y se la apropió durante un tiempo, hasta que fue recuperada por el Gran Ducado de Toscana, y pasó a formar parte del Reino de Italia en 1860.






Quinta parada: Portofino, Génova (Liguria, Italia).

Pero de todos los lugares visitados, sin duda fue Portofino el enclave que me robó el corazón con mayor vehemencia. Era como formar parte de Bajo el sol de la Toscana, La vida es bella y La dolce vita, todo a la vez. Solo me faltaba subirme en una Vespa y gritar “¡Marcelo, Marcelo!”. Recorrí sus calles de arriba abajo, contemplé su costa, la belleza de sus colores, los contrastes, los olores. Saboreé una deliciosa copa de helado sentada en una plaza, observando el deambular de la gente. 

Y a cada paso que daba sentía latir el corazón de Italia.

Mar Montilla














URUGUAY (Río donde vive el pájaro)


                                                                                                      Que tu cuerpo sea siempre
un amable espacio
de revelaciones.

Alejandra Pizarrnik


Viajar, para mí, es algo así como una promesa de reencuentro, de paz íntima con mi propio equilibrio interior que me permite crecer y disfrutar en el contacto y reconocimiento de otras formas de concebir el mundo, de otros estilos de vida y maneras peculiares de vivir.
Me ayuda a redescubrirme en nuevas visiones, sentidos, olores y sabores que me permitan no dejar nunca de asombrarme ni dejar de girar en la espiral del tiempo, que entiendo en mi contra y que intento beberme a sorbitos placenteros y llenos de paz.
Y Uruguay, es sin duda un lugar de paz. En su totalidad, su paisaje, su entorno geográfico, su historia y sus gentes, se identifican y se consolidan en armonía en un axioma permanente y común de paz.
Esa paz que todos buscamos, donde la vida se manifiesta en todas sus formas de expresión, se interrelaciona, se trasciende y se perpetúa en un marco de derechos naturalmente heredados.
Uruguay tiene una paz característica que ha ido creciendo en un intenso sentido de la libertad y justicia social.
Su gente es amable, serena, servicial, educada exquisitamente en el acceso igualitario a la educación y la cultura, cimentada en el respeto de sus valores, tradiciones y libertad.
Está considerado como uno de los países más tranquilos y seguros de América Latina y posee ríos sin contaminación, montes indígenas, lagunas naturales y aguas termales, que nos muestran esa paz. Si añadimos además de sus 653 kilómetros de costa sobre el Rio de la Plata y el Océano Atlántico, sus verdes sierras, como Minas o el precioso Valle Edén, Las Marnitas (curiosas formaciones  rocosas acariciadas por la erosión fluvial), el Museo Carlos Gardel, La Posta de Diligencias (Ruinas de una antigua posta del siglo XIX), La Quebrada de los Cuervos (Área protegida por su notable riqueza de fauna y flora), un paisaje de gran belleza, Los cerros chatos, sus hermosos atardeceres…podemos decir que sin duda, hemos estado en el paraíso.
Sus gentes, en su inmensa mayoría descendientes de Europeos, (Canarios, Gallegos Andaluces e Italianos) son amables, acogedores y de un notable nivel cultural.
Su larga y reconocida educación universal, laica y gratuita, que arranca desde la “Reforma Valeriana” del siglo XIX, fue considerada en su época la más avanzada del mundo, y fruto de ello una gran cantidad de centros culturales, teatros, museos, salas de arte, en su mayoría gratuitos y al alcance de todos. Considero para no ser un País extenso, con un rico semillero de poetas en femenino, como Delmira Agostini, Ida Vitale, Idea Vilariño, Sara de Ibáñez. Juana de Ibarbourou, Cristina Peri Rosi, Amanda Berenguer, Maria Eugenia Vaz Ferreira, Concepción Silva Belinzon, Rocío Cardoso, entre otras y otros.


Río donde vive el pájaro


Ah vastedad de pinos
rumor de olas quebrándose,
lento juego de luces,
campana solitaria,
crepúsculo cayendo en tus ojos, muñeca,
caracola terrestre, en ti la tierra canta!

Pablo Neruda


Uruguay
contrastes de negro mineral
nostálgico y ceniciento,
con un azul intenso
del cielo que te cubre.

La magia en tus raíces,
soberbia tu verdura,
el tacto sedoso de la humedad.

La plata de tus formas
al son del bandoneón
se agita, y danza
entre milongas, a sangre,
de amores lunáticos
y lluvias desteñidas.

La medida intacta
de las cruces en sus avenidas,
aire limpio,  luz crecida
el mar abierto en su serenidad
ocasos de acuarela
que se clavan cual arpegio
para siempre en la memoria.

Y en la boca,
besos sabor a mate,
abrazados todo el día
por el lado del corazón.

Ternura de tus gentes.
Te miro y veo poesía,
clamor pacífico
de libertad y vida.



Rocha

"...Rocha no es solo palmar, sierras hermosas
imponente mar, doradas arenas o pueblitos blancos.
Rocha es su gente, ese maravilloso paisaje 
al que (con humildad pero tambien con indisimulado orgullo)
pertenecemos".

Niobe Santanngelo Silvera


Cielo de apacible,
heredad de titanes,
coro impecable es tu voz
que susurra cadencias
de acordeán y guitarra,
con el corazón henchido.

Piel de lobo, Zamba,
dulce sal. Dunas charoladas,
secretos de Valizas al aire,
magia de caballos blancos
que cruzan tu altura
cabalgando la niñez
de tus moradores.

Mar de espuma
y sueños índigos,
útero del silencio
que el viento pampero 
eleva en inquieta algarabía.

Todos tus rincones
de orquídeas y amatistas
son remanso en mi poema,
luz callada, rompiente de La Paloma,
tu Faro radiante ante el lubricán,
un gaucho nervudo con chiripá de cuero,
amado Chuy, La  Pedrera, 
Paraje del Sauce, Punta del Diablo,
terreno que el viento araña tajante,
efigie de mi melancolía.



Colonia del Sacramento

Los sonidos de Colonia del Sacramento, sus olores, su serenidad, la luz, la calidez del aire, sus intensos árboles, cada planta en cada sitio, me trasportan inevitablemente a mi niñez.
Estas aves que cantan, que tanto hace que no escucho. El olor a pan, a limón, a leña, a ceniza…
Ventanas con visillos bordados o de croché, tanta paz, tanto silencio, tanta armonía.
Estuve en Colonia, lloré mientras cruzaba la calle de los suspiros, me emocioné en su faro, me sentí renacer en esta parte del mundo donde la luz se posó un día para quedarse para siempre. Porque la eligieron, la poesía y la belleza para materializarse, y donde los ángeles eligieron musitar, en ésta, su posada, al son del viento límpido y de las libélulas.
Estuve en Colonia y espero volver.

                                             Octubre de 2017



Punta del Este

Hoy he vuelto a Punta del Este, a su luz crecida, a su Avenida Gorlero que acaba en el Faro inmaculado, excelso y estricto, a todas sus esquinas de postal con el mar visible.
He vuelto y la brisa que me besa apasionada, es la misma, con su leve humedad que rebusca adentrarse por los poros de mi piel en medio del silencio de las calles, del mercado de artesanos y de las aceras, de la casa abandonada de Neruda.
Hay un olor a pastel de limón, a hojaldre y helado de frutillas.
He vuelto a la hora del ocaso y todo se detiene mientras mis ojos se quedan clavados para siempre en el lubricán de tu horizonte.

He vuelto y algo en mí se muere con el sol cuando desaparece.

Rocío Biedma

Octubre, 2018


CARAS SIN VELO

  Voy por ahí tropezando con caras. Soñando con caras, avanzando entre caras. Caras como aleteos o arrebatos feroces. Caras que se cierran e...