Este verano he viajado a Galicia por primera vez.
Sí, a mí también me parece mentira no haberlo hecho antes, pero las
circunstancias -o la tozudez- no me lo permitieron. Modificar los viejos
hábitos cuesta. Mi alma andaluza y mi corazón morisco suelen tirar de mí hacia
el sur con fuerza. Hacia el de España, y más al sur todavía. Tenía la intención
de visitar el norte de la península algún día, pero era algo que siempre
posponía para más adelante.
La amable, reiterada e insistente invitación de una
escritora gallega, mi buena amiga Mencía Yano, obró el milagro. Una semana por
aquellos lares ha bastado para cambiar mi concepto acerca del ritmo de la vida,
de las costumbres y de las prioridades. He regresado a la gran urbe con la
mente despejada, el espíritu sereno, los pulmones limpios y las retinas
atiborradas de imágenes en las que el verde bosque, el azul cielo y los ocres
de la tierra son los protagonistas indiscutibles.
Efectuar en tren el recorrido desde Barcelona hasta
Ourense también fue un acierto, dado que a través de la ventanilla pude
deleitarme con la contemplación de unos paisajes de ensueño, a medida que
penetrábamos en tierras vascas, por ejemplo. Es sorprendente la riqueza y los
contrates que nos ofrece este país nuestro cuando le prestamos la suficiente atención,
con la calma necesaria. El País Vasco y Asturias son ahora mis asignaturas
pendientes.
Cuando llegué a la estación de A Rúa, Mencía estaba esperándome
en el andén. No tengo palabras para expresar mi agradecimiento por la
generosidad y alegría con las que fui recibida. Tanto ella, una temperamental galleguiña
con un corazón que no le cabe en el pecho, como Gabino, su campechano marido,
me han tratado como a una reina.
Embelesada y muda me quedé durante el trayecto
a Petín, ante la belleza del embalse que separa ambos municipios, unidos por el
puente de la Cigarrosa. Y un sinfín de emociones indescriptibles me asaltaron
en cuanto puse los pies en Petín, un pueblo de unos novecientos habitantes cuya
gente, de talante amable y hospitalario, me hacía sonrojar cada dos por tres,
tal era el entusiasmo y el cariño con el que se me daba la bienvenida. La llegada
de cualquier foráneo a un lugar donde todo el mundo se conoce es siempre noticia,
y en los pueblos las noticias vuelan. La sencillez de aquella vida, o al menos
lo que pude observar en mi corta estancia, es, sin duda, lo que más me ha
cautivado. Petín tiene todo lo que se necesita para vivir y carece de ruidos
molestos, de prisa, de estrés. En una pequeña plaza con cuatro bares se reúnen
al atardecer quienes desean charlar un rato y tomar algo, después de la jornada
laboral. En Petín sólo hay una panadería, idéntica a la tahona del pueblo de
mis padres, en la que algunas madrugadas nos colábamos, siendo adolescentes,
atraídos por el irresistible aroma a pan recién hecho. En Petín el pan se sigue
elaborando de forma artesanal, en los hornos de leña de antaño, y su sabor es
tan exquisito que te pasarías el día comiéndolo. Por no hablar de la calidad de
sus vinos, del delicioso pulpo a feira
o el churrasco de ternera gallega asado a la parrilla. Tuve la sensación de que
en Galicia el ocio gira en torno a la gastronomía, y me encontré en mi salsa,
porque para mí buena comida es sinónimo de felicidad. ¡Se me conquista por el
estómago!
Sin embargo, lo que más me enamoró de la Galicia
interior, o al menos de los lugares que pude visitar, fueron sus bosques, su
naturaleza, la abundante vegetación. En aquella zona, los montes están salpicados
por diminutas aldeas, pertenecientes a los municipios que rodean el lugar. Mis
guías turísticos particulares me llevaron a hacer un recorrido por la zona y
tenía la sensación de haber regresado a la época medieval, donde un osado
caballero debía rescatar a la princesa triste, recluida en la torre más alta
del misterioso castillo. Pude ver dónde se halla el Santuario de As Ermitas.
Según cuenta la leyenda, una monja se despeñó por aquel empinado monte y sobrevivió,
hecho que se consideró milagroso, y motivó la construcción del Santuario.
Tuve la suerte de pasar unos días en una de esas
pequeñas aldeas: San Martiño do Bolo. ¡Qué decir! A mí, que soy una persona
tranquila, amante del silencio y la soledad, San Martiño se me antojó como una
especie de retiro espiritual que todo el mundo debería practicar alguna vez.
Ideal para meditar, reencontrarse con uno mismo, hallar la paz interior, leer,
escribir. Viven allí unas tres familias. En verano la población sufre un ligero
aumento debido al retorno de los lugareños que en su día emigraron a alguna
gran ciudad como Barcelona o Madrid. En San Martiño, el amante de la juerga, el
despiporre y la diversión no tiene nada que hacer. A San Martiño se va a
respirar oxígeno puro; a caminar por la montaña recreándote en sus maravillosos
parajes; a detenerte en la apreciación del nogal, del chopo, del olmo, de los
helechos. A San Martiño se va a dejar escapar una risa pueril ante la
inesperada aparición de una ardilla que salta de rama en rama, de árbol en
árbol; a pasear con sigilo temeroso ante la posibilidad real de cruzarte con un
jabalí; a gritar cual chiquilla al sorprender a un ciervo ocultándose entre la
maleza a la velocidad de un rayo; a abrir unos ojos como platos ante ese erizo
mimetizado entre las piedras del camino. A San Martiño se va a disfrutar de la
agradable compañía que una elija o de la soledad; a mantener una agradable
charla de sobremesa tomando un chupito; a recuperar la bendita costumbre de
echar la siesta; a vislumbrar una hermosa puesta de sol a más de las diez de la
noche; a extasiarse con la contemplación de un cielo repleto de estrellas, como
miles de millones de lucecitas adornando el manto oscuro de la noche cerrada,
una noche en la que sólo se oyen las chicharras, los grillos y algún que otro búho.
A San Martiño se va a dormir a pierna suelta, en el más absoluto silencio, sumergiéndote
en un sueño profundo y reparador capaz de compensar el insomnio de un año
entero.
Galicia me ha dejado sabor a nostalgia y ganas de
más. He conocido apenas una parte, pero hay mucho más por descubrir. Y por
cierto, ¿no tenéis la sensación de que a Galicia la rodea siempre una aureola
de misterio? Cuánto daría por conocer las miles de historias que se esconden en
la profundidad de sus bosques, que se ocultan detrás de las paredes de piedra, las
ventanas de madera y los terrados de pizarra de sus pazos, de sus casas. ¡Ay,
si esos muros hablaran! Porque haberlas, haylas.
Mar Montilla
FOTOS PROPIAS |
En Galicia abunda la calidad en todas sus formas. Preciosa crónica de tu viaje.
ResponderEliminarUna enriquecedora experiencia que estoy deseando repetir, Inma.
EliminarMe dieron ganas de ir Mar, gracias!!!!!!!!!
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarTe la recomiendo, Monica, te va a encantar.
EliminarGracias por estas palabras hermosas, pero más aún por tu visita. Biquiños reina mora!!!
ResponderEliminarDeseando volver, Mencía, con anfitriones como vosotros no hay quien se resista. Biquiños!!!
EliminarEstuve en Galicia en varias ocasiones, y siempre me pareció rodeada de misterio, tal como explicas en tu relato, Mar. Dan ganas de volver allí, de actualizar los recuerdos.
EliminarHe ido muchas veces a Galicia, donde tengo amigos de los de verdad, y siempre me parece nueva y mágica. Ahora también con tus palabras, Mar.
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