El tópico y la realidad señalan a esa
tierra como lugar de artistas, y creo entender por qué. Se trata del Ampurdán—L'Empordà- un lugar donde el
silencio se extiende sobre los campos, ribeteados por oteros en los que luce la
ginesta, por macizos perforados por cuevas prehistóricas, por rocas escarpadas
que se recortan en el azul del mar. Lo visité a la luz de una primavera
prometedora y fragante, en el momento en que su verdor es una alegría para los
sentidos.
Su paisaje es tan cambiante como las
comarcas que lo conforman: árido en algunos lugares, frondoso y colorido en
otros, moldeado por el viento de tramontana que sacude las viñas y olivos, que
golpea los postigos de las masías y que se cuela como un mal aire que inyecta
esa locura especial de la que habla Gerard Quintana en su canción dedicada a
L'Empordà. Tal vez el talento esté hecho
de las mismas luces y sombras que caracterizan al hombre ampurdanés,
conversador, austero, radical en su defensa del territorio, marcado por las
diferentes culturas que dejaron su impronta también en el carácter de sus
gentes. Ese hombre parece alentado por las perturbadoras visiones de una mente
amplia, y por ese viento de tramontana que inyecta su aguijón de vesanía.
Pla, Dalí, son algunos de los genios locales, ejemplos universales de
ampurdanés. Visitando la casa-museo del Castell de Púbol se comprende un poco
mejor la fantástica arquitectura de los sueños. La integración de un mundo
incomprensible y fascinante que sustituye a ese otro de realidades simples, y
sobre todo monótonas. Ése es el leif motiv, la premisa que invita a prestar
atención a lo que no es visible pero que forma parte del inconsciente, del
imaginario colectivo. Como esa cabeza de
jirafa de un Dalí juguetón y mesiánico que ronda por las estancias. La jirafa nos mira mientras la miramos. Su
perspectiva es más lejana y por lo tanto más certera que la de cualquier otro
animal.
Una jirafa sustituye a la reina de Saba
en uno de los tapices, y una cría de jirafa disecada preside el fondo del
panteón con las tumbas de los esposos. La de Gala, ocupada con los restos de la
musa, y la de Dalí vacía. Un hecho poco o nada insólito en el marco de una
actitud excéntrica. Parece ser que el pintor,
en sus últimos días de vida, pidió ser enterrado en su Figueras natal. Eso
dicen las crónicas, pues nunca sabremos si a esas alturas de su deterioro podía
decidir sobre el destino de sus huesos. Fuera como fuese, la historia de amor
entre Gala y Dalí continúa viva en cada detalle del castillo.
Salimos al jardín, sintiendo todavía en la piel y en la nariz la polvorienta
fragancia de las siemprevivas que adornan cada una de las habitaciones. Fuera
cae una lluvia fina, vaporosa, en honor a los tiempos pretéritos que antes de
esfumarse del todo nos envuelven en su atmósfera irreal. Y los visitantes del
castillo nos acercamos al garaje donde el Cadillac y el coche de caballos nos
sorprenden con su propuesta de viaje al éxito y a un modo de vida antiguo.
En el jardín, dos elefantes de patas larguísimas,
y el estanque con la cabeza de rape escupiendo el agua de vida para los peces
de colores. La vegetación exuberante, algún ciprés, el naranjo que contemplaba
Dalí mientras pintaba; cariátides, bustos, piedra, yedra, la oscuridad y la
frescura de los rincones, las luces y de sombras.
Al salir del castillo, el comentario de alguien acerca del crecimiento urbanístico: no se ve en el horizonte ni una sola grúa. Es cierto, y también lo es que los trenes funcionan mal. Posiblemente éstas sean razones de peso para la queja de sus habitantes, sobre todo por el asunto ferroviario. Pero todo tiene su reverso. Al margen de las molestias que pueda ocasionar, la desatención en ocasiones es una bendición. Permite que las cosas, el paisaje y el arte hablen desde el silencio, en un recogimiento necesario y fructífero.
Al salir del castillo, el comentario de alguien acerca del crecimiento urbanístico: no se ve en el horizonte ni una sola grúa. Es cierto, y también lo es que los trenes funcionan mal. Posiblemente éstas sean razones de peso para la queja de sus habitantes, sobre todo por el asunto ferroviario. Pero todo tiene su reverso. Al margen de las molestias que pueda ocasionar, la desatención en ocasiones es una bendición. Permite que las cosas, el paisaje y el arte hablen desde el silencio, en un recogimiento necesario y fructífero.
Maribel Montero