El nombre de esa ciudad ya no es consigna
alguna desde hace unas semanas, ni en mi portátil ni en mi memoria. Solo
conservo imágenes de puentes, monumentos, iglesias y mercados sin latidos, sin
ni siquiera una foto juntos. De pronto, un viaje a dos aviones de distancia fue
igual a estar más lejos el uno del otro. Ni un impulso romántico en medio de la
majestuosidad del castillo de Kaiserburg, en lo alto del Alstadt. Parecía todo
irreal, desde los tejados anaranjados, bermellones
que se apostaban desde las murallas hasta su actitud tan fría e inerte como las
piedras en las que me dejé sollozar.
Ni una Navidad incipiente o un cumpleaños al
caer, fue causa justificada para su ausencia. No hubo ningún beso a escondidas
en las puertas de un castillo, ni una mirada reveladora en el calor de una
cena, ni siquiera abrazos de compasión. No hubo contacto alguno entre nuestras
manos de paseo, y yo, solo podía romperme al ver las manos entretejidas de
amantes que se nos cruzaban en aquellas mágicas calles. Se distinguía cálido y
risueño el Christkindlesmarkt, en una gigantesca extensión, se enfrentaban las
ilusiones de la Navidad con sus toldos rojos y blancos y la incomprensión hacia
el extraño que me acompañaba. Hasta aprendí en dos días a llorar hacia dentro:
cuando las lágrimas asomaban a las ventanas, eran canalizadas hasta un desagüe
que desconocía, para drenar la tristeza en silencio, por no rociar las mejillas
en escarcha. Eran más fríos sus ojos, su talante, sus desaires, que la noche de
una ciudad de Alemania en pleno diciembre. Se me pasó entrar penitente a la imponente
catedral Frauenkirche, desde las tripas encendí una vela rogando porque él
prendiera una llama de candidez en su trato por mí. Cuando le pude detentar en
mi pecho por unos minutos, confirmé que no era deseo hacia mi piel, cumplió un
mero trámite, mi cintura no fue acariciada, más bien compulsada. Tal como el
apetito le apremió, como el que come por hambre, no por placer. Pocas palabras,
un par de vagas confesiones casi por imposición, ninguna ojeada de autor a su
musa como me tenía acostumbrada.
En un ataque de desespero apareció un puente ante nosotros, uno de varios que atraviesan la ciudad. Comunicaba la zona norte con la zona sur del casco antiguo, un sencillo puente de tres arcadas sobre el río Pegnitz. Caminé por el Max Brücke, flotando sobre la historia y de alguna forma conectando con aquellos que antes que yo pisaron esas piedras, por si ello pudiera exonerarme de alguna culpa de la que no era consciente en su ofensa callada. No fue relleno cada palabra, ni licencia literaria la que pronuncié, la que escribí sobre él, en aquellos instantes así sentí. Me retuve, me contuve aún incrédula de su ímpetu, pero, al ir acompañado de pruebas fehacientes, me dejé caer, culpable de ilusión.
La casa del artista Durero aún perdura en el centro de la ciudad, las bombas no pudieron derribarla. Como su indiferencia, incomprensiblemente yo seguía latiendo frente a sus balas de rabia y veneno.
En un ataque de desespero apareció un puente ante nosotros, uno de varios que atraviesan la ciudad. Comunicaba la zona norte con la zona sur del casco antiguo, un sencillo puente de tres arcadas sobre el río Pegnitz. Caminé por el Max Brücke, flotando sobre la historia y de alguna forma conectando con aquellos que antes que yo pisaron esas piedras, por si ello pudiera exonerarme de alguna culpa de la que no era consciente en su ofensa callada. No fue relleno cada palabra, ni licencia literaria la que pronuncié, la que escribí sobre él, en aquellos instantes así sentí. Me retuve, me contuve aún incrédula de su ímpetu, pero, al ir acompañado de pruebas fehacientes, me dejé caer, culpable de ilusión.
La casa del artista Durero aún perdura en el centro de la ciudad, las bombas no pudieron derribarla. Como su indiferencia, incomprensiblemente yo seguía latiendo frente a sus balas de rabia y veneno.
Ni siquiera en Weißgerbergasse, la calle más bonita, tuvo una punzada de
sensibilidad para mirarme y tomarme de la mano. Una amplia variedad de casas,
en otro tiempo de familias clase media y alta, nos miraban desde sus ventanas,
y aún me pareció oír llorar alguna cortina que atisbaba rota de dolor, distinguiendo
la frialdad de él. Me sonó a ironía cuando al leer la pequeña leyenda de la
calle, descubrir que era una calle de curtidores en talleres tradicionales… y
yo no hacía más que dejarme la piel en el vacío que dejaba él a mi lado.
Mi sentencia llegó en el avión de vuelta.
Cobarde, dos días más tarde, desertó por mensaje y concediéndome un exceso
final de cuatro minutos al teléfono, confesó que quiso dejarme ya en el
aeropuerto. No iba yo tan errada cuando, al pasar por la aduana, quise declarar
a la policía que el hombre que me acompañaba no llevaba un alma encima.
Mónica López