El viaje gira en torno a estas premisas.
La ilusión por la novedad nos impulsa en busca de oportunidades o nuevas
experiencias. También desearíamos repetir (como si eso fuera posible) los
instantes de felicidad, una emoción o un
estado de ánimo particular, cuyo recuerdo permanece vivo.
Los lugares (algunos)
son los mismos, pero las personas ya no lo son. También nosotros hemos cambiado. Estamos perplejos, no nos reconocemos, y
vamos recogiendo pedacitos de vida en cada trayecto, sabiendo que en esta
carrera no hay ganadores, sólo finalistas.
Viajo a Ávila a menudo, ya que es la tierra en la que
nací y pasé mi niñez y primera juventud. Postergaba la crónica de estos viajes
porque me costaba expresar en palabras todo lo que me transmite esta tierra.
Sin embargo, la
narradora que hay en mí se alzaba por encima de mis escrúpulos e impaciente,
trazaba las líneas básicas que ahora transcribo para el blog de las viajeras y
para todo aquel que desee asomarse a la ventana de la tarde y contemplar su
majestuosidad.
Pues de eso trata este escrito.
Hay una foto que conservo, y de la cual quiero hablar. Este
momento me buscaba.
La pátina del tiempo, la misma que nos perfila y nos
transforma, cubría la estampa que la tarde brindaba y que disfrutaba mi retina
en ese marzo soleado y seco del diecinueve. La Iglesia románica de san Pedro y
su piedra rosada, el gran rosetón de su puerta occidental, aparecían tras la
maraña vegetal que se adueñaba del primer plano. Esa construcción que llevaba
en pie varios siglos, se iba conformando
como refugio o como visión casi espectral desde la luz temblorosa de los
atardeceres vivos. Hay una capa dorada en los márgenes superiores del
crepúsculo, que imprime un sello de irrealidad y que me transporta a una época
de brillos que se imponen a las nubes y a las sombras de un tiempo que viví con
la conciencia laxa de los primeros años. Esa estampa se amplía como el tronco
del árbol en decenas de ramitas que forman caminos desiguales y que se elevan y
se agitan en el aire como venas firmes que proclaman su valor en el transcurso
de una vida.
Caminos que transitaron también las Angelines y las
Sonsoles, los Javieres y los Tomases, que comen pipas de girasol bajo los soportales
del Mercado Grande y que se citan para el día siguiente en el Teodorillo, un
bar que ya no existe pero que conformó un camino de amistad y de peregrinaje
estudiantil. Veo después a aquella compañera
de la Milagrosa con la que compartí recreos y algún castigo. Creo que ella
también me reconoce, y que prefiere callar, como si hablar en ese momento fuera
dar un salto en el vacío, asumir que ahora somos extrañas, y sobre todo, que
algo muy nuestro quedó atrapado en un tiempo y en un lugar que ya no nos
pertenece.
A medida que anochece, la luz del sol pierde brillo, y
los últimos rayos se posan en el hombre solitario que viste un abrigo loden. El
abrigo y él han enraizado en la tierra, y no pasará mucho tiempo sin que ésta
lo reclame. El hombre es sobrio y elegante, es noble y algo triste. Quisiera
ser cristal, y casi lo consigue. Veo sus pulmones resoplando en su pecho con
arabescos rojos que se contraen y se expanden con un impulso irrefrenable. De pronto,
su transparencia hiere, su transparencia me resulta familiar e insufrible.
Finalmente, el hombre se convierte en piedra labrada que cuenta sus silencios a
todo aquel que sepa mirar más allá de los signos aprendidos.
¿Por qué será que la piedra siempre me impacta?
Debo tener cuidado: un agujero negro se ha tragado ya
décadas, mis primeros tejanos y la tersura de mi frente. Se ha llevado a
algunas Angelines y a algunos Tomases. Tengo fe, no obstante, y aunque no sepa decir cuál es su génesis, sé
que adquiere la delicadeza del agua cuando más se necesita, y esto me basta. Como le ocurre tal vez a la mujer que se
apresura a asistir a misa de siete, y deja las bolsas en la tienda de golosinas
y frutos secos, frente a la librería Medrano, donde compré libros de Delibes y los Campos de Castilla de
Machado.
Ya casi no sé rezar, me olvido a menudo de dar las
gracias incluso en esta ciudad de iglesias, sinagogas y de cementerios
musulmanes.
“¿Irás mañana al Teodorillo?”, me preguntan. No puedo
distinguir la cara de esa persona, pues se ha perdido en la noche y se confunde con la
estatua de La Santa, la que presidía la plaza en aquellos años. Y en cuanto a
su voz, tampoco la reconozco. Mi oído no ha alcanzado la excelencia auditiva de
Elena, la cieguecita amiga de mi tía
Natalia, quien le ofrece el brazo y le hace de lazarillo. Quién sabe de qué
irán hablando; soy demasiado pequeña para comprender del todo su conversación,
pero me siento bien entre adultos, recojo pequeñas chispas de sabiduría y dejo
que me abonen.
Esa tarde, Elena ha vendido sus cupones y está feliz por
saber que los números ya están repartidos y que ella se limitó a cobrar unas
pesetas para que la gente cumpla su fantasía de jugar con el destino.
Maribel Montero