Voy
por ahí tropezando con caras. Soñando con caras, avanzando entre caras. Caras
como aleteos o arrebatos feroces. Caras que se cierran en enigmas que intento
descifrar mientras noto mi propio rostro adormecido por un placer manso.
La
cara de la Gioconda jamás fue despojada de su misterio.
“El
hombre del turbante rojo” mira directo a quien lo contempla, con arrogancia,
con dignidad, desafiante en su propuesta, por extraña o incomprensible que ésta
sea.
La
cara es la frontera y es la puerta, la revelación que amplía el horizonte, con
sus pequeñas zonas claras y la sinuosa reverberación que de pronto se deshace o
bien se convierte en mineral distante.
Dirijo
mi atención a esa aura expandida y mutable que resplandece en cada rostro, y
busco el momento previo a la detonación, a la expresión del alma a través de la
mirada.
Hay caras que se derraman por el cuello como cera derretida, como barro rojizo
que busca su forma. Rostros que parecen pedir perdón por su existencia,
huérfanos profundos de labios entreabiertos y silencios abismales. Ayer vi una
de estas caras: era la de una mujer que estaba en el balcón, con medio cuerpo
fuera y la cara empapada en la misma niebla azul que cubría los tejados.
Vi también
el rostro de los transeúntes emerger como un solo rostro de caliza desmoronada
al lado de los hospitales.
Las caras a veces se alzan como espadas en alto, no con la intención de atacar,
sino de defenderse de los ataques. Aun bajando la guardia, estas caras parecen
residencias privadas que esconden hermosos tesoros e íntimos tormentos.
Los
ojos son el primer y más perfecto sistema de seguridad que se rige por códigos
cifrados. El amor puede ser la llave para descifrarlos.
Acercarse a una cara es como observar un paisaje cambiante.
Cuando la furia domina, los músculos de las mejillas se contraen, cada
blasfemia escupe su saliva, la nariz aletea nerviosa bebiéndose el aire. Cuando
la alegría la invade, los ojos recitan poemas persas de color esmeralda, la
boca se alza en esplendores de orquídea, las mejillas son bulevares
acristalados.
Hay caras seriadas, como broches de un joyero que se repite.
Hay
caras-avalancha que te sorprenden, te acechan, te trituran, te sepultan, te
inmovilizan, te sumergen en un mar oscuro de arrugas, bocas, dientes, ojos abisales.
Hay caras minerales llenas de cuevas misteriosas con aguas cristalinas, donde
la vida comienza en una falúa con peces alrededor.
Hay caras tímidas como otoños, que se ponen colorete o pañuelos o gafas de sol
que frenen el impacto de otros ojos, de otras caras; que temen cirugías, que
buscan un puerto de llegada o cualquier alegría sencilla que les despierte con
música a primera hora de la mañana.
Hay caras que han sido desahuciadas por sus dueños, y van mostrando ese
desencuentro cruel con una extraña frialdad de paredes húmedas y rincones
oscuros.
Caras que son preguntas y caras que son respuestas, cumbres donde trepar y
gozar de puestas de sol color naranja.
Maribel Montero