Hojas que caen con un desmayo fresco
buscando el asidero de la mesa nueva del jardín. Una cornisa de tejas con liquen
se descubre al norte de los inviernos macerados por el tiempo. Estados del alma
se alternan, nubes y claros en el concierto desigual del mes octavo. El frescor
brota del verde hasta el mediodía, cuando la sombra circular de las moreras va
invirtiendo su trayectoria, achicándose a medida que el sol reina sobre todas
las cosas, sobre los cielos y los ríos, sobre el paisaje más árido y el más
boscoso de la Garrotxa, cuando brinda su fuerza a los girasoles e impacta sobre
el cristal líquido del Fluviá, que bajo el puente monumental de Besalú estos
días mengua su caudal. Al mediodía las cigarras suben el tono de su interminable
canto, un rasguño propagado por el aire y sostenido por los ecos de la
canícula.
Besalú (Bisoldunum) merece
crónica aparte. La villa condal (fortaleza en el pasado) y el conjunto medieval, son visitados por multitud
de turistas durante todo el año. Destaca sobre todo su puente, convertido ya en
un icono, y que inspiró la famosa novela “El pont dels jueus”, de Martí
Gironell, y sirvió para localizaciones en la película “El perfume”, además de
ser escenario de numerosos anuncios publicitarios.
Sin embargo, los pequeños
comercios y las plazas acusan estos días la falta de turismo, una de las
secuelas del azote imprevisto de la pandemia. Esplendor y decadencia—esperemos
que esta última sea corta— en el vaivén de la vida.
Volvemos a la masía de Sant Ferriol,
una construcción del siglo XVII. Allí las horas transcurren lentas. Hay un
aleteo, un despertar sonoro de pájaro acomodando sus alas en la copa de un árbol.
Un mediodía infernal, excepto en la planta baja, sobre todo en el portal donde
la piedra y la loseta roja de barro cocido procuran sombra y frescor sin
añadidos. Escaleras oscuras nos llevan a la gran chimenea de la primera planta,
que dormita y se recupera de las horas extras de un invierno que en esta zona
de la provincia de Girona, en este particular enclave, es largo y sombrío. Junto a la chimenea, se ofrece tentadora una
hamaca en la que revivir las quimeras e ilusiones de la dueña más antigua mientras hacía calceta
en las tardes interminables.
Estar en una casa ajena, una
casa con siglos a sus espaldas, es apurar sensaciones, girar la maneta del
tiempo y dejar el paso abierto a todo lo que fluye desde el silencio, a las
inevitables huellas que quedaron en los objetos y las estancias y que de alguna
manera impregnan el espacio. Tengo una especial sensibilidad para captarlo.
Supongo que todos la tenemos, siempre y cuando estemos atentos, sin perdernos
en lo visible y aparente.
El encanto de estos lugares
consiste en la conservación de su esencia- los suelos, las ventanas, los altos techos
con vigas de madera, la casa anexa, que pudo ser casa de los masoveros
(masovers), o bien almacén de grano, una especie de hijo pequeño al amparo del
caserón de piedra con puerta de dintel orientada al sur. El paisaje circundante
cambió de fisonomía, según explicó el dueño actual del mas (en latín mansum). Pasó
de su estado salvaje al verde impoluto que requiere atención constante, con sus
árboles nuevos (higueras, pinos) y los más antiguos, esos robles con una sombra
que se antoja infinita en el calor de un mediodía con corrientes y ráfagas de unos
treinta y seis grados. Con el huerto que alcanza la frescura del río y la
convierte en rojo, verde y pulpa. Con el
arbusto del kiwi, que comienza a dar sus frutos, y que alcanzarán su madurez en
noviembre.
Los cuadros que adornan las
habitaciones llaman mi atención. Recrean rostros y figuras de otros tiempos,
mujeres fantasmales, láminas de los años veinte y aledaños. Ahí es donde puedo
adivinar la cara B de este lugar (tal vez es pura imaginación, pero ya sabéis
que la imaginación es esencial para cualquier escritor) Como decía, se intuye
cierto aire de misterio en esta casa y también de dominio y orgullo. Se libera en
capas superpuestas, en paredes, balcones, silencios, soledades y cultivos
autosuficientes que nos remiten a otras épocas, otros episodios vividos por personas
cuyos afanes no estaban tan lejos de los nuestros aunque nos separen siglos.
Cuando la masía era sobre todo casa de labranza y estaba aislada, con caminos
de cabra, rieras, campos y huertas, bosques y praderas que los pageses conocían
como la palma de sus manos.
El lugar queda a unos 45
minutos a pie hasta Besalú, tal vez un poco menos para los que montaban en el
borriquillo pariente del que ahora se revuelca levantando una gran polvareda en
el cercado que hay junto a la casa.
Alguien dice, entre bromas y
veras, que el cuadro de su habitación se mueve, que aunque lo endereza, siempre
se acaba girando un poco. Tal vez sea por la brisa, pues hay dos ventanales y
bastante corriente en la tarde/noche si se quiere dormir con la luna por
compañera. Otros dicen que creen, que
les parece…que el cuadro del señor con una bici de rueda gigante que nos
contempla mientras comemos, ese señor que practica la halterofilia y viste los isquios
con calzas demodé, es pariente del inglés que nos alquila la casa, pero no nos
atrevemos a preguntarle. Tampoco cambiaría mucho la historia.
Hay un gato negro, cómo no, y
arañó a mi nieto, que aún está buscando una explicación a este hecho. En
cambio, el perro es muy tranquilo, sigue a los niños y nos acompaña un día en
las pequeñas excursiones, hasta que nos ve seguros en medio del camino;
entonces gira sobre sus patas y vuelve a la masía. Nos cae muy bien este perro,
un pastor alemán ya viejito.
Por las noches recibimos la
visita de un ratón de campo, al que tuvimos que poner a dieta dejando las
verduras, los quesos y todas las “chuches” a buen recaudo. El ratón entra por
el tejadillo de la cocina, y quién sabe si no ha hecho amistad con el gato y
éste le cedió el territorio a cambio de que asuste a los habitantes de esa parte
de la casa.
La niña de la casa se llama L,
y es muy elástica, muy inquieta y no parece tener mucho interés en utilizar el
móvil o la tablet. Trepa a los árboles y hace piruetas imposibles; se dobla y
se comporta como una artista de circo. Canta junto a una amiga mientras salta
en la cama elástica del jardín. Su canción habla de una cucaracha que está
borracha.
María, mi nieta de dos años,
busca su compañía. La acompaña su primo, que estudia los movimientos de la
niña, que admira su libertad, supongo. La destreza y la osadía de ese cuerpo
larguirucho y flexible. A veces coinciden en los juegos, pero L. acaba jugando
con su amiga, que es de la misma edad que ella. Creo que ha conquistado ese
territorio y lo disfruta con plenitud. Las concesiones que hace a las visitas
son temporales. Sabe que todo es temporal, excepto su casa y los alrededores.
La más misteriosa es la madre,
trabajadora incansable, quien también trepa como su hija, aunque ella lo hace con
una bayeta en la mano para limpiar las ventanas. Es hermética, delgada, alta, y
sonríe lo justo. Poco más puedo decir de ella, salvo que encaja muy bien en
esta historia.
Maribel Montero