Viajé a Segovia el pasado mes de septiembre
de 2018. El verano recién descabezado se agitaba como la cola de un lagarto
rabioso que no se resigna a morir. Pero los pies del viajero se acomodan al
frío y al calor, a las masas de turistas y a todos los pequeños o grandes
inconvenientes que conlleva viajar. Los pasos se dirigen firmes a aquellos
lugares que prenderán en la memoria con sus señuelos brillantes, que permitirán
evocar después aquellas mañanas azules o las tardes que recorren un camino
serpenteante con la pequeña ermita en lo alto de una loma.
Hay viajes abonados por el mantillo del conocimiento (guías, mapas,
lecturas, oficinas de información, opiniones de otros viajeros…), y hay viajes
bendecidos por la sorpresa. Ambas formas se mezclan en ocasiones, y entonces la
vivencia es redonda.
Mi última visita a Segovia transcurría por
los cauces de lo conocido, revisitado,
admirado. Su impresionante catedral - cuya visita se cobra, como viene
sucediendo en todas las demás ciudades en un polémico tributo en el que no voy
a detenerme aquí- sus cuestas y sus calles adoquinadas, la Plaza Mayor, su
Alcázar cuyo mayor atractivo reside- a mi entender- en los alrededores, con
paisajes que prenden en la mirada de todo aquel que se toma su tiempo en
recrearse con la Naturaleza y las construcciones del hombre. Vale la pena
conversar con su gente/nuestra gente, sobria, ocurrente, arisca en ocasiones,
amable en general, como en todas partes. Vale la pena ir más allá de la piedra
y su impresionante arquitectura en forma de acueducto.
Visitar alguna de sus modestas y románicas
iglesias, que brillan como pequeñas joyas abandonadas por sus dueños. El
reclamo de su cocina, exquisita para los carnívoros, un sacrilegio para los
veganos.
Pero lo que hizo especial este viaje fue la
visita a la casa/pensión de Machado, situada a pocos metros de la Plaza Mayor.
Aunque no era la primera vez que la visitaba, en esta ocasión me sorprendió una
representación teatral en el patio, un teatrillo al aire libre que tenía como
objetivo dar a conocer la etapa del Machado maestro en Segovia, que duró dos
años. La narración mesurada, tierna y con sentido del humor, corría a cargo de
una actriz cuya voz recordaba a la de Concha Velasco. Explicaba en ella la
etapa machadiana de frío mesetario, frío del de entonces apenas aliviado por
una estufa o un brasero, del Machado que vivió como un relámpago iluminando esa
oscuridad y ese anquilosamiento patrios. Se intercalaba su relato con poemas
cantados a la guitarra por una joven. Y el atrezzo lo componían los objetos que
tuvieron una especial relevancia en la vida del poeta sevillano: una maleta, un
sombrero, un abrigo, un mapa de España...sus viajes, sus amores, la
aclimatación de su alma andaluza al paisaje y al talante castellano, su lealtad
con las clases desfavorecidas, su lúcida contemplación del panorama político y
social de la época, su exilio y su muerte. Todo resumido en unos poemas que se
han convertido en himnos. Eficaces y sobrios, rimados y anchurosos, como los
campos de su/nuestra Castilla. Decir que me emocionó el acto es poco.
Hubo un
momento, además, en el que caían las hojas secas de un árbol guardián de aquel
lugar en el que imagino al poeta con su cuaderno y su lápiz sentado en una
silla de enea pensando en aquella España de nuestras entretelas. Contemplar el
vuelo de estas hojas por el impulso de un aire que se abría ya al otoño de la
savia, y ver su caída sobre el público de las primeras filas fue algo muy
especial. Mientras la voz de la cantante desgranaba las notas de los poemas y
las cuerdas de la guitarra, aquellas hojas exiliadas de sus ramas daban un
brinco en el aire antes de ser pisoteadas o con suerte, recogidas por una mano
romántica que las guardaría en un libro como el trébol de cuatro hojas que
todos alguna vez recogimos, queriendo invocar a la suerte con nuestro talismán
cada vez más afilado.
Maribel Montero
Maribel Montero
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