Llevaba tiempo sin viajar a Andalucía. No por falta
de ganas, sino por temas laborales y asuntos personales. El pasado mes de
septiembre, al fin, después de una larga espera, pude disfrutar de unas
merecidas vacaciones, pensadas por mí y para mí, hechas a mi medida, gusto y
antojo. Decidí dividirlas en dos etapas: Una de reposo y relax; y otra de
turismo y diversión.
Primera parada: Frigiliana.
No imagino un lugar mejor para descansar, meditar, recuperar
la paz, el sosiego y, en definitiva, reconciliarse con una misma y con el mundo.
En términos geográficos, Frigiliana es un municipio andaluz que se encuentra en la comarca
de la Axarquía, situado entre la Sierra de Almijara y el mar Mediterráneo, en
la provincia de Málaga. Pero para mí, es mucho más que eso. Frigiliana es la tierra de mis
orígenes, de mis raíces. Ha sido mi pueblo de veraneo desde que nací e incluso
desde antes pues, según tengo entendido, ya lo visité estando en el vientre de
mi madre.
Frigiliana
es de una belleza que a nadie deja indiferente. Caminar por sus suelos empedrados
supone un divertido reto —yo desaconsejaría el uso de tacón—. Está repleta de
vericuetos que te conducen callejón arriba y callejón abajo, haciéndote perder
el aliento, si no estás en forma. Sin embargo, cuanto más te adentras en ese
laberinto del que no sabes bien cómo ni por dónde vas a salir, más te vas
dejando arrastrar y atrapar por cada diminuto detalle con el que tropiezas.
Todo te seduce: La blancura de sus casas encaladas; la limpieza impoluta de sus
calles; el colorido de las macetas que adornan las ventanas; las leyendas que
rezan en los azulejos distribuidos a lo largo del casco antiguo, y que te
obligan a ir deteniéndote y leyendo, para profundizar en ese pasado histórico
que enlaza las culturas musulmana y hebrea con la cristiana, dejando ecos sefardíes
y moriscos en el aire. Ecos que permanecen latentes, y que resucitan, año tras
año, durante la celebración de su Festival Frigiliana 3 Culturas.
Frigiliana
huele a romero, a tomillo, a jazmín y a dama de noche; a caña de azúcar, a miel
de caña y a aceite puro de oliva virgen; a fritura de pescado, a migas y a salsa
de almendras.
Por no hablar de ese cielo estrellado del que puedes
disfrutar con solo alzar la vista, en plena noche aguanosa. Sí, aguanosa. Y es
que a los frigilianenses se les conoce como aguanosos por aquellos lares, ¿por
qué? Por la abundancia de agua que emana de su sierra, agua que brota, agua que
vibra, agua que lo llena todo de vida.
Segunda parada: Nerja.
Nadie en su sano juicio que se aloje en Frigiliana, dejaría de visitar Nerja. Está en la costa, a solo seis
kilómetros, y posee unas playas paradisíacas. Es como si Nerja fuese el complemento perfecto de Frigiliana y viceversa. O por lo menos, lo es para mí.
Nerja
es bulliciosa. Tiene las ventajas de una ciudad, sin perder las características
típicas de un pueblo. Es conocida por Verano
azul, que se rodó allí en los años 80, y a cada paso que das, algún
rincón, chiringuito o monumento, te recuerda a la famosa serie o a alguno de
sus personajes.
Si lo que te apetece es ir de compras por sus
decenas de tiendecitas al más puro estilo de los zocos marroquíes, podrás
entretenerte durante horas por las calles de Nerja. Si prefieres pasear, sin más, lo más probable es que acabes
en el Balcón de Europa, donde puedes asomarte a contemplar la serenidad azul de
su mar, y ese aire tropical que le otorgan las palmeras que bordean la Costa
del Sol, dejándote acariciar por la brisa inconfundible de nuestro
Mediterráneo.
Aunque si lo que te seduce es recorrer el paseo
marítimo de Nerja, al atardecer, buscando
un rincón típico en el que cenar, podrás gozar de una magnífica puesta de sol a
ritmo de flamenco, o tal vez de jazz, mientras el típico olor a espeto de
sardinas te irá abriendo, sin duda, el apetito.
Tercera parada: Granada.
Había visitado La
Alhambra, con mis padres y hermana, hace muchos años, más de treinta,
cuando no era más que una adolescente. Y tenía claro que quería volver algún
día por mi cuenta, siendo ya adulta. Además, en aquella ocasión fuimos directos
a La Alhambra, o sea que Granada seguía siendo para mí una
asignatura pendiente.
Yo no dispongo de vehículo propio. Viajo siempre en
transporte público, a no ser que me lleve alguien en su coche. Por lo tanto,
sabía que viajar desde Frigiliana
hasta Granada iba a ser toda una odisea.
Aun así, me presté gustosa. Fui sola, a la aventura. No busqué más que la
información imprescindible acerca de los horarios de los autobuses. Lo demás lo
fui improvisando sobre la marcha. Tenía dos objetivos claros: La Alhambra y Granada ciudad.
Tuve que madrugar para coger un autobús de Frigiliana a Nerja, otro de Nerja a Granada capital y otro de Granada capital a La Alhambra. Tardé unas seis horas en completar el recorrido y
alcanzar mi meta. Y solo pude acceder a La Alcazaba y a los jardines del Generalife.
Pero mereció la pena.
La
Alhambra es como una ciudad dentro de otra ciudad. Es tanto
el arte y la belleza que allí se condensa que es difícil describirlo con
simples palabras. Hay que vislumbrarlo, vivirlo, palparlo. Los palacios, con su
estilo árabe nazarí. La Alcazaba, una especie de laberinto en el que el ingenio
musulmán y su arte se alzan como los protagonistas indiscutibles. Los jardines,
una constante explosión de aromas y colores. Y luego está el agua, cuya
presencia lo llena todo, se podía intuir su importancia a cada paso que dabas. El
patio de la Acequia, con sus chorros de agua cruzados, es mi preferido. No
obstante, me llamó la atención que el rumor del agua era continuo, como una música
de fondo que lo envuelve todo, un sonido tranquilizador, una especie de banda
sonora ininterrumpida que me acompañaba en mi aventura.
Y después de La
Alhambra, mi anhelada visita a esa ciudad que seguía siendo una desconocida
para mí. No tenía un plan, fui a donde me llevaron mis pies, y me encontré de
repente preguntándome: «¿Estoy en España o en Marruecos?». Me adentré en su
zoco, compré pendientes de estilo árabe, saludé a los comerciantes con el
consabido «Salam Aleikum» y me tomé un té verde a la hierbabuena, acompañado
por unos típicos dulces elaborados a base de frutos secos y miel, en una de sus
múltiples teterías.
Sé que me quedaron muchas cosas por ver. Me faltaron
horas, días y semanas.
Caí rendida a los pies de Granada. Me enamoré. Enamorada sigo y, sin duda, volveré.
Ha sido un rencuentro maravilloso con la Andalucía
que llevo en el corazón y que corre por mis venas.
Mar
Montilla
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