TEBAS |
El
niño de los ojos de color verde esmeralda llegó jadeando de impaciencia por
alcanzarnos; despuntaba maneras principescas: labios entreabiertos y cordiales,
el cuello esbelto y oscuro, adelantado, la voz desafinada de los adolescentes. Abriéndose
paso como un elegido. Enseguida nos enseñó cada una de las minucias que
formaban en su regazo una torre fluctuante parecida a la rama de un árbol a
punto de quebrarse por el peso. Extendió en el suelo toda su mercancía, y
puesto que nos habíamos parado, interesados en ella, nos observaba con
expectación, pero también con exigencia. Probablemente deseaba acabar pronto, alejarse de la palidez mortal de los extranjeros y abandonarse al lujo de la
tarde exuberante que traía la alegría del juego y la aventura. Recuerdo que
parecía defenderse de algo cuando pasó la mano por el lomo del buey Apis, totémico y avejentado por varias capas de
pintura.
Su caricia estaba llena de superstición y cariño, de tal modo sostenía
a aquella criatura raquítica, encogida desde su descenso de los cielos de
Osiris. Otra de sus bazas era el faraón Tuthankamon, cuya maldición alimentaba
la literatura desde la época de la profanación. El último de los tesoros
puestos en venta era un escriba de granito que tenía una muesca en la mano derecha.
Nos
agachamos, como era preceptivo y, una vez que estuvimos frente a él, quedamos
fascinados por tanta belleza cubierta de harapos. Y sobre todo por sus ojos, un
imán para los ávidos de novedades y fuerzas telúricas.
Es
la lucha tenaz contra el tedio la que convierte al turista en especie
devoradora. Lo más inmediato, lo que tiene al alcance de su boca, es tiempo.
Decide madrugar, pero madrugar no es suficiente; aunque sea un buen pretexto,
en realidad no se va en busca del día, sino de un sueño o una quimera que tiene
las horas contadas.
...continuará.
Maribel Montero