FOTO PROPIA |
1.-
Se las ve a lo largo del borde de los campos que
separan la carretera del pueblecillo disperso. Mujeres que se desplazan entre
un paisaje de neblina polvorienta que se
escurre hasta aquí desde la cercana Delhi.
No sé de
dónde las trae ni a dónde las lleva el impulso de sus pasos. Pero sé que en
algún momento se han querido a sí mismas, cuando eligieron los colores
rotundos, vibrantes, de sus sharis ajados.
Se quieren
cada día cuando se visten y crean esa combinación hermosa sin remedio, los
colores de fuego, de luz que lucha cada día contra el paisaje cotidiano de
polvorienta niebla.
2.-
Con el sueño enredado entre las primeras
impresiones, el minibús nos lleva del aeropuerto a Delhi.
Nada más
rozar la ciudad, veo desde la ventanilla los conatos de acera donde tienen su
hogar entre descoloridas tiendecillas de
campaña o mugrientas mantas.
No sé cómo
ha llegado a ello, pero el guía nos está contando las inconmensurables ventajas
del matrimonio concertado.
Una mujer
cocina en un hornillo precario a la intemperie. Otra barre ingenuamente su
espacio con la escoba de coco.
“En las
grandes ciudades hay gente que se casa por amor, pero el amor luego
desaparece...”
Una
jovencísima madre reparte entre sus criaturas descalzas pedazos de chapati.
“En los pueblos, en ciudades menores, la
sabiduría de los padres y del sacerdote conduce a la mujer a casa de los
suegros. Y todo estará bien. Y el amor lo traerá el tiempo...”
Una
anciana parece que nos mira sentada junto al balde de agua y el montoncillo de
cacharros que parece llevar lavando eternamente.
El
matrimonio concertado del guía ha dado ya un fruto: una hija, nos cuenta, de
tres años. El nombre que le han puesto es Obediencia.
3.-
La madre los mira y los deja hacer, como desde una
distancia desentendida.
El hijo no
tendrá más de siete años y pulula por la plazuela pendiente de los turistas que
entran y salen de los restaurantes que
la conforman. Niños políglotas en números y nombres de monedas. Les ofrece
pulseras, cada vez más baratas, baratísimas, insistente, incansable con el
aplomo de quien se intuye investido del derecho que otorga la necesidad.
La hija
tendrá 4 ó 5. En cuclillas sobre el
suelo se concentra, sobre la improvisada mesa de piedras, en las siluetas de un
cuadernillo para colorear. Tiene, arrimado a ella, como un tesoro, un táper con
lápices de colores. Posa de vez en cuando en ellos la mirada golosa de dueña
ufana, elige uno y vuelve, seria, a su trabajo. No podría decirse si juega o si
está construyendo su vida trazo a trazo.
La madre
silenciosa, gesto escueto, recoge las monedas que su hijo le entrega, las
guarda mansamente en la bolsa de plástico que cuelga nuevamente de la rama del
árbol.
La niña no
se inmuta, ni los mira. Rosa fucsia en la mano, contempla el resultado de su
obra como una diosa en ciernes.
4.-
La fortaleza de Amber está allá arriba, en lo alto
del pliegue de la tierra amarilla con escasos jirones de un verde macilento.
Sus muros
rosados abrazan una entera ciudad y ese mismo color se desliza entre las
laberínticas residencias de las innumerables princesas y concubinas.
En la
residencia del rajá, en sus salas de audiencias, de consejo, la cosa cambia. Se
abre un caleidoscopio multicolor de mármoles, lucientes azulejos, de vidrios y
maderas de sándalo.
El gran
patio dibuja la puerta de Ganesh florida en
verdes, rosas, blancos, azules o rojos cuya combinación inunda, empapa
la atmósfera, y el aire es ya de un
color distinto.
Hoy, entre
los turistas, la princesa es la joven que, en la inconcebible armonía de su
shari naranja, verde y rojo, barre y
vuelve a barrer el suelo de ese patio con su escoba de pajas atadas. Barre con
elegancia lenta, alzando la mirada de vez en cuando como esperando un flash.
5.-
Su shari de tonos indecisos se mimetiza en los
ocres ligeros de las casas, de la tierra
de los linderos que hacen las veces de calles entre ellas, de la acera donde
está trabajando a la intemperie.
En cuclillas,
sus manos se sumergen en la masa que trabaja habilidosamente, la golpea con
tiento contra el suelo, le da forma: van surgiendo una a una las tortas planas,
casi circulares, que alinea verticales a secar.
El color
de sus manos se confunde con la bosta de vaca.
6.-
En
Calcuta, a la orilla del Ganges, acabamos de bajar de la barca.
Los ojos
guardan el titilar de las lamparillas y su multiplicado reflejo por el agua del
río; los oídos, el crepitar de las piras funerarias salpicado de un fino e insistente
tañer de campanillas; el olfato, un deje de humo y la acritud del agua.
La
muchedumbre, transida de paciencia, se desplaza trabajosamente. Emana apenas un
rumor guateado.
La mujer
viene a romper este casi silencio: nos ofrece bolígrafos, imanes de nevera… Su
voz no se detiene, nos encandila su español fluido. Yo tengo un libro de
español en casa, lo he leído, lo leo… Nos sujeta en el lazo de su historia: dos
hijos, uno muerto, veintiún años, a mi marido lo mande a tomar por culo y me
volví a la casa de mis padres.
Mercedes Gascón Bernal
FOTO PROPIA |
Un recorrido delicado y realista sobre la condición femenina en la India. Enhorabuena, Mercedes, por tu descripción casi poética de la áspera belleza.
ResponderEliminarGracias, Inma, por leerme tan bien.
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