León nos habla recostada desde
la meseta observando el devenir de los acontecimientos.
Nos recita versos de colores
con sus vidrieras mágicas.
Parece que duerme, pero no es
así con tanta actividad como tiene en la calle.
Es una ciudad viva de
peregrinos, que sabe celebrar el encuentro de tantos caminos, con sus tapas, con
sus vinos de la tierra, ya sea en el barrio Húmedo o en el barrio Romántico,
especialmente.
Las calles principales están
adornadas con flores con los colores de la ciudad que recuerdan los cuentos y
toda ella ofrece los misterios de una época medieval que narran en sus cantares
leyendas de tiempos romanos. Las calzadas empedradas, el silencio sugerente que
te invita a meditar en el rincón balsámico (como describen las guías) de la
plaza del Grano, el pórtico de la eternidad del Panteón de los Reyes en la Colegiata
de San Isidoro que tantos recuerdos me trajo de mi profesora de arte del
colegio. Podía verla perfectamente impartiendo su clase con diapositivas destacando
las maravillas del Pantocrátor.
León fue y sigue siendo sabia.
Supo escuchar al pueblo que forma su paisaje, dando lugar a las primeras cortes
europeas. Las altas jerarquías, reyes, nobles y clero, se pararon a escuchar
las voces de los que trabajaban la tierra y a cambio del esfuerzo de su
trabajo, reconocieron por primera vez la inviolabilidad del derecho de
propiedad y el derecho a un juicio justo en el que se debían aportar pruebas para
la acusación y la defensa. Un gran avance para una sociedad de vidas muy
sacrificadas.
El reino de León es el cruce
de caminos entre lo antiguo y la modernidad, entre la ruta de la Plata y el
Camino de Santiago, entre los montes y los ríos, las iglesias y los pueblos que
supieron convivir o la invadieron. Es la conquista del encuentro eterno.
Una bella ciudad de contrastes
en el que Gaudí se presta a conversar sobre la fantasía y su contención y en el
que escuchar una misa en su Catedral, te hace sentir más cerca de Dios.
Isabel Mendieta Rodríguez