Era mi primer crucero y, aunque suene a tópico, me sentía
como una niña con zapatos nuevos. Iba a pasar una semana entera a bordo de un
buque que haría un recorrido por el Mediterráneo, atracando en varios puertos de
España, Francia e Italia.
Primera parada: Mahón,
Menorca (Islas Baleares, España).
Aunque había estado en Baleares, solo había visto Mallorca.
Ya tenía ganas de conocer Menorca, una isla de la que me habían contado maravillas
que pude comprobar por mí misma; no habían exagerado en absoluto. La verdad es
que mientras me perdía por esos recovecos de paredes encaladas y callejones de
piedra, tuve la sensación de estar paseando por Mykonos o Santorini —y eso que
Grecia sigue en mi lista de viajes pendientes—. Me sentí viva contemplando ese
mar tan mío que es el Mediterráneo, cuyo azul se me antojó de repente más
intenso que nunca.
Segunda parada: Ajaccio,
Córcega (con un pie en Francia y otro en Italia).
Lo malo de las visitas guiadas —y esta lo fue— es que no
eres libre de andar por donde te plazca, sino por donde te dirigen. Lo que me
quedó claro de Ajaccio es que allí nació y murió Napoleón, personaje que a mí no
me despierta un interés especial, pero resultaba evidente que a nuestra guía sí.
Aun así, aprecié la discreta belleza del lugar, con sus edificios de tonos
pasteles entre los que destacaban el amarillo, el rosa y el beis.
Tercera parada: Monterosso,
Vernazza, Corniglia, Manarola y Riomaggiore (Cinque terre, La Spezia, mar
de Liguria, Italia).
“¡Esto ya es otra cosa!” pensé, en cuanto mis pupilas
vislumbraron las costas de Monterosso —y eso que aún no sabía que ahí disfrutaría
de la Quattro Stazioni más exquisita
que he probado en toda mi vida; y ya sabéis que a mí se me conquista por el estómago—.
¿Habéis visto Bajo el sol de la Toscana?
Pues me sentí como si formara parte de esa película. Las callejuelas estrechas;
el colorido intenso y variado de las fachadas de sus casas (amarillo chillón,
rosa fucsia, naranja); las ventanas de madera con ranuras, de color verde
botella oscuro, en su mayoría; el olor a pizza recién cocinada en horno de
piedra; el aroma penetrante de un auténtico capuccino
humeante y con abundante espuma, como a mí me gusta, degustado despacio, sorbo
a sorbo, como a cámara lenta. Para mí eso es Italia: olor, sabor, calor humano,
una sonrisa en el gesto amable del lugareño, que te habla con ese acento
cantarín que tanto seduce.
Cuarta parada: Isla
de Elba, Livorno (La Toscana, Italia).
Mediterráneo puro. Dicen que es la isla más grande del
archipiélago toscano. Su costa está llena de preciosas y pequeñas playas que
contrastan con su interior montañoso. Por lo visto, italianos y franceses se la
disputaron en el siglo XVIII, debido a su estratégica situación. Bonaparte
—otra vez nuestro amigo Napoleón— resultó vencedor y se la apropió durante un
tiempo, hasta que fue recuperada por el Gran Ducado de Toscana, y pasó a formar
parte del Reino de Italia en 1860.
Quinta parada: Portofino,
Génova (Liguria, Italia).
Pero de todos los lugares visitados, sin duda fue Portofino
el enclave que me robó el corazón con mayor vehemencia. Era como formar parte
de Bajo el sol de la Toscana, La vida es bella y La dolce vita, todo a la vez. Solo me faltaba subirme en una Vespa y gritar “¡Marcelo, Marcelo!”.
Recorrí sus calles de arriba abajo, contemplé su costa, la belleza de sus
colores, los contrastes, los olores. Saboreé una deliciosa copa de helado
sentada en una plaza, observando el deambular de la gente.
Y a cada paso que daba
sentía latir el corazón de Italia.
Mar Montilla
Un crucero entrañable y de colores que no se olvidan, Mar.
ResponderEliminarAsí es nuestro entrañable Mediterráneo, Inma.
ResponderEliminarbonito recorrido,siempre pienso en esas películas cuando proyecto ir a Italia :)
ResponderEliminarVeo que has disfrutado de lo más luminoso, a pesar de la sombra de Napoleón.
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