7.-
En la carretera hacia Jaipur los vehículos
embarrancan en todos los peajes. Se acumulan en un mar de resignada paciencia.
Por
entre los resquicios se deslizan, como inquietantes plantas marinas que
negligentemente imponen su color, unas cuantas
mujeres todas y cada una con su bebé en los brazos, tan jóvenes algunas
que parecen hermanas de la criatura, tan diestramente sostenida que no les
impide mostrar su mercancía, la botellita de agua que la viajera desea
incoherentemente tan fresca como sus
movimientos.
Solitaria,
apartada, quizá consciente de no ser ya capaz de crear espejismos, una vieja
ofrece bolígrafos larguísimos, con brillos de colores que se apagan ya dentro
del vehículo entre las manos de la compradora.
8.-
¿Qué tienen en común la mujer joven que
vende globos y chucherías a las puertas del cine de Jaipur; aquella otra de
edad indescifrable a la que compramos guirnaldas de caléndulas elegidas
minuciosamente, con la colaboración de su amable y paciente mirada, de entre el
montón a sus pies en el mercado de las flores de Calcuta; las monjas de la
Mother’s House que conservan entre sonrisas de algodón el alma de Teresa; la adolescente en luna de
miel en Agra, esposa por amor o superior designio, quién lo sabe, que dirige a
su esposo esas miradas tiernas, dóciles y curiosas que a la viajera extraña no
le dan la clave; la anciana de elegante shari que se hacía segundos antes un
selfie con su numerosísima familia en los ensimismados jardines del Taj Mahal?
Todas
ellas, y más, quieren hacerse una foto conmigo, con la viajera exótica,
supongo.
Lo
piden como quien hace un regalo.
¿Cómo
negarse a confiarles un álito de la propia alma?
9.-
Por los espacios del Fuerte Rojo desfilan
hileras de escolares, de dos en dos, en un orden alegre. Parecen satisfechas en
su uniforme granate y gris. Hablan poco y miran mucho, pero conversan entre sí.
Ríen más que sonríen. Sus padres han optado
por su formación, por el conocimiento. Esa obediencia parece no
pesarles.
Fuera,
en el parquin, a la salida, vemos a otras niñas. Silenciosas. Solas. Rodeadas
de sus familias, que las han maquillado y vestido de gala, y las exponen para
que su esplendor recabe la limosna del
turista. Ellas ahora sonríen. ¿Qué venderán después?
10.-
En Benarés, el hotel se defiende como una
fortaleza de magnificencia, se esconde tras sus muros del ruido, de la pobreza,
del maremágnum del tráfico, del comercio incesante, de las voces, de la vida de
la gente en suma. Hasta el calor parece caer sobre el jardín en sordina, como
los sonidos exteriores.
Este
jardín incluye el lujo, para mí, fumadora, de una “smoking zone”, un área de
cómodos sillones, mesas y ceniceros,
delimitada por sí misma.
Ya
durante el primer cigarrillo del día, después del desayuno, la veo. Estamos
solas. Ella va recogiendo las grandes hojas caídas de los árboles. Una por una.
Con sus manos. Las recoge y las mete en un saco. Va vestida con shari y cada
vez que se agacha sorprende, una y otra vez, que los innumerables pliegues de
la ropa no dificulten sus movimientos.
Vuelvo
a verla en diferentes días, a diferentes horas.
Continúa
recogiendo las hojas con calma diligente y las hojas no cesan de caer por todo
el extenso jardín con la misma calma y diligencia.
Armonía
perfecta fuera del tiempo.
11.-
En Delhi se construye, se reconstruye; a
veces es difícil distinguir.
Hay
en esas pequeñas obras siempre algunas mujeres, maduras, de movimientos
pausados que oscilan entre el esfuerzo y lo reconfortante.
Desplazan
ladrillos, con las manos, de uno en uno, de dos en dos. Ladrillos de un rojo
denso como el tono de su piel, como su cuerpo, como sus gestos.
Se
las ve moverse, desplazarlos en el
espacio como si quisieran poner en evidencia al invisible tiempo.
Y
completamente entregadas a este están las otras, sentadas al borde de la obra.
Cuando la actividad cesa, ellas siguen allí, vigilándolo.
12.-
A la entrada de Agra hay un taller de dioses.
Un taller de artesanos de la piedra.
Fragmentos esparcidos
¡Hay tantísimos dioses, diosas en la India!
Y los vemos crearse aquí entre la penumbra.
Una mujer mayor lava la piedra.
El agua
que tal vez les da la vida.
13.-
Me llama la atención que la inmensa mayoría
de las mujeres que se ven realizando un trabajo cualificado vista uniforme. Lo
llevan las militares, las recepcionistas, las taquilleras de los museos, las
camareras de restaurante, las limpiadoras y porteras de hotel.
Salvo,
por supuesto, en el caso de las primeras, curiosamente se trata siempre de un
uniforme de estilo occidental, un traje de chaqueta cuya gama de color oscila
entre el azul medio y el negro, con camisa blanca y pajarita o corbatín. Se
diría un uniforme trascendente. Como los de los militares, las iguala entre sí,
las esconde, las desdibuja.
Casi
como si con él se pretendiera disimular que quien realiza ese trabajo es una
mujer.
14.-
Como muchas sabréis, el rickshaw
originariamente consistía en un carrito de dos ruedas que transportaba a una o
dos personas, tirado por otra persona. En la actualidad, estos casi han sido
completamente sustituidos por otros tirados por una bicicleta; evidentemente,
hace falta también una persona que pedalee. Los hay a millares por las calles
de las ciudades.
Pero
este tiene algo de muy particular: quien pedalea en el tráfico es una mujer.
El
tráfico aquí es un ente extraño dotado de vida propia. Como un dios que se respeta
y al que hay que entregarse confiando en sus verdades aunque no las
comprendamos, por pura fe.
Una
barahúnda de personas, perros, motos, vacas, tuc-tucs, motos, coches,
furgonetas, rickshaws, motos… intentando desplazarse, consiguiéndolo
milagrosamente.
Está
acabando de anochecer. Quizá sea este hoy su último viaje. No sabe cuántos ha
hecho, pero sí que lleva diez horas trabajando.
Pedalea
lenta o más rápidamente, se eleva sobre el sillín cuando el esfuerzo lo
requiere, desmonta de un salto otras veces sin soltar el manillar y tira a pie
del vehículo. Sus ropas nos ocultan el sudor que vemos sobre la piel de los
otros conductores, y sus piernas, que por fuerza han de ser como las de los
otros, delgadas y de largos músculos potentísimos. Lo que nada puede ocultar es
el esfuerzo, la fatigosa respiración, el padecimiento.
Cuando
acabe este viaje, irá a guardar el rickshaw
en el viejo caravanserail
escondido entre el laberinto de las calles estrechas. Allí la espera ya,
seguro, el dueño del rickshaw para cobrar su parte. Luego comerá algo comprado
a cualquiera de quienes venden en la
calle y se tumbará bajo el rickshaw para
dormir un sueño que la poseerá mientras aún le llegan ecos del tráfico
exterior, paulatinamente amortiguados. Ciertamente aún no ha podido
constatar si en algún momento de la
noche llegan a extinguirse.
15.-
Vestir aquí de negro es un castigo. Se les
niega quizá la única cosa que las mujeres controlan en la India: los colores de
su atuendo. Sea cual sea su grado de adorno, se construyen con ellos una
identidad, una visibilidad.
Las
musulmanas barren las calles, las carreteras, van formando montoncitos de basura que allí se quedan.
En
esos montoncitos confluye el abandono, el de las mujeres de la religión
menospreciada y el de las vacas sagradas.
Las
sagradas vacas no saben de religión. Rebuscan en ellos, de ellos se alimentan.
De
las basuras amontonadas por estas mujeres musulmanas cuya vestimenta negra
duplica la paradoja: las hace contrastar con las demás mujeres mientras les
impone una identidad, una visibilidad que al mismo tiempo las diluye.
16.-
La anciana detiene por casualidad sus pasos
renqueantes ante la puerta de la joyería. Cuenta las monedas en su mano y en su
monedero, repetidamente. Sigue luego su camino cargada con la bolsa de los
víveres.
Las
golosas joyerías donde los turistas se jactan de comprar liebre por gato.
En
Jaipur, entre sus muros color de rosa marchita, pasos marchitos, joyas
marchitas.
Mercedes Gascón Bernal
Repito: Sororidad siempre, en cualquier contexto, hermandad femenina para nombrarnos, para sabernos unidas estemos donde estemos. Gracias por ello, Mercedes.
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