A las 7:00h de la mañana del primer día de agosto corría aire fresco. La caricia agradable venía del mar, ese gigante que regula la temperatura de Pineda y esta vez también nos enviaba un suspiro refrescante.
El bus
se fue llenando con gente mayor como nosotros, dos o tres jóvenes y un
adolescente. Una vez se hubo completado el pasaje comenzó una cháchara alegre
con soltura y despreocupación, quizás porque atrás dejamos el botiquín de
penas. Alguien sugirió al guía relatar sus experiencias de viaje. Ni corto ni
perezoso, el guía tomó el micrófono y desgranó un rosario de historias que desternillaban
de risa.
Me
encantaría relatar lo que escuché, pero reproducir con absoluta fidelidad el
arte del cuentacuentos daría para escribir un libro o grabar un vídeo (no es
mala idea) que podría ser un adecuado asistente de viaje. Nadie sentía
cansancio, todos mostraban su mejor estampa. Entonces asumí, como todos, que la
mejor manera de superar nuestras carencias y flaquezas es disfrutar el momento,
reír y reír, incluso de nosotros mismos. Un ambiente distinto del viaje
anterior con pasajeros extranjeros recogidos en su mundo.
La
alegría de los compañeros de viaje dibujaba sonrisas. Todos disfrutaban del
suave deslizamiento del bus recién comprado. Sin sentir habíamos llegado a
territorio del Principado de Andorra. Diez días después en ese mismo sitio se
deslizaría una parte de la montaña.
Una
montaña tras otra. Pirámides interpuestas en un escenario de juegos de la
naturaleza. La carretera serpentea entre ellas, asciende, baja o se pierde en
una arteria oscura de la montaña. La iluminación perfectamente sincronizada, como
luciérnagas en la noche, señalan la ruta y la salida. Poco a poco se vislumbra otro
paisaje.
Casas
con tejado de pizarra, preparadas para soportar la nieve. Piedra en la fachada
y más piedra hecha arte. El verano está en su cúspide, por eso los jardines lucen
llamativos colores. Muy cerca de las casas, pequeños cultivos con hojas tiernas
de verde intenso. Miren las lechugas, decía el guía. Efectivamente a uno y otro
lado se veía parcelas con plantas de hojas ovaladas de tabaco.
Andorra la Vieja está en nuestra retina, una ciudad aparentemente tranquila que contrasta con su fama de centro comercial y financiero del Pirineo. Está situada entre montañas y haciendo puentes sobre el río Valira. Las tiendas y centros comerciales se concentran en pocas calles, la mayoría en la avenida Meritxel, donde los turistas buscan perfumes, quesos, licores y tabaco. El hotel nos esperaba, la comida de medio día bendice nuestro estómago. Un descanso y otra vez al bus que asciende caracoleando hasta la pista de esquí de Pal. Sus instalaciones están abiertas también en verano con juegos para toda la familia. A nuestro alrededor una montaña tras otra. Muy cerca, amplias sendas que se transforman en pistas para los esquiadores de invierno. El teleférico pasaba incesantemente sobre nuestras cabezas. Si ya estábamos a más de 1.300 metros, ¿a dónde iban ellos? No consideramos subir más, nuestra presión arterial podría resentirse.
En el
anterior viaje solo habíamos recorrido parte de la avenida Meritxell y las
cuatro horas de paseo entre tiendas y restaurantes se habían esfumado. Ahora la
noche en las calles de Andorra la Vella estaba movida. Gente en tránsito
continuo, muchos en las terrazas de una plaza con escenario. Alguien nos habla en
castellano para darnos un programa de actividades del verano, mi esposo le responde
en catalán y la conversación se prolonga por mucho tiempo, hasta que empezó el
concierto. La noche nos envuelve con suave brisa, el hotel está cerca. Morfeo nos espera.
No
vayan a confundirse cuando lean Parroquia, en Andorra se dice parroquias en vez
de pueblos, advierte el guía el segundo día del viaje. El bus con su preciosa carga,
nosotros, zigzagueaba por la carretera que atraviesa varias parroquias, entre
ellas Ordino, donde residía Monserrat Caballé y Escaldes–Engordany donde está
el Museu Thyssen. Ascendíamos cada vez más. Habíamos dejado los centros
poblados. De frente se imponían las montañas encadenadas que dibujan la columna
vertebral del Pirineo. Una vuelta tras otra, al fondo niebla suspendida. Había
visto estas imágenes en tarjetas antiguas y libros, pero nunca había imaginado
sentir el abrazo de la montaña, ni elevar mi vista más allá de picos macizos
que besan el cielo. Me pierdo en la contemplación. La niebla nos rodea. Después
de algún tiempo llegamos a Francia, Foix con su río subterráneo es el destino
del día.
Nunca
había estado en los intersticios de la tierra, en ninguna mina, en ninguna
caverna, menos en un río subterráneo. Bajamos en grupo de once, 60ms bajo
tierra. Subimos a las pequeñas barcas. Esquivando estalactitas y a temperatura
de doce grados un guía francés nos conduce, sujeto a cables colocados para tal
efecto. La maravilla de la naturaleza la tenemos cerca, pero intocable. El
curso del río Labouïche nos permite contemplar formas artísticas y caprichosas,
la accidentada orografía nos obliga a activar nuestros sentidos para no chocar
con algún saliente de roca. Cambiamos de barca tres veces para tomar ruta
distinta. Subimos gradas empinadas, seguíamos sin parar con el asombro en el
cuerpo que nos sostenía a pesar del esfuerzo.
Éramos
pequeños organismos circulando por las venas de la Tierra. ¿Contaminamos su
corazón? Si es así algún día podría enfadarse. Después de esta experiencia, edificios,
balnearios, hoteles, tiendas, fiestas, son apenas un hormigueo en la epidermis.
Haydee Nilda Vargas G.
Bonita crónica de tu viaje, Naydee. Muchas gracias por ilustrarnos sobre unos de los veinticinco países más pequeños del mundo (creo que ocupa el puesto dieciséis).
ResponderEliminarInma, no sabría decirte con certeza sobre el puesto que ocupa Andorra en cuanto a extensión. Yo creo que todos los amigos conocen ese lugar maravilloso y tienen su versión particular. Gracias por todo.
EliminarDe las cumbres de las montañas a las entrañas de la tierra. Viaje completo.
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